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«Cum laude» en el Arrabal. Juan Manuel Labrador pregona la Semana Santa ante una Triana entregada


Antonio Puente Mayor. A finales del siglo XIII apenas existían universidades en España. Tras el fugaz conato de estudios generales en Palencia, fue la bella capital del Tormes la primera en ostentar dicho título en 1253, siéndole otorgado por Alfonso X de Castilla y León.

Precisamente por orden de este mismo monarca —justamente apodado El Sabio—, los mejores canteros del sur de la Península comenzaron a edificar la primera catedral de Híspalis, dedicada a la madre de la Virgen. En unos tiempos en los que los recintos universitarios se limitaban a los gruesos muros de los templos —el Colegio de Santa María de Jesús, embrión de la actual Universidad de Sevilla, no surgiría hasta finales del XV—, no es difícil imaginar a los primeros estudiantes tratando de obtener su título bajo las bóvedas de Santa Ana (al igual que los salmantinos en la capilla de Santa Bárbara).

Setecientos años después, y con un rosario de modernas universidades dispersas por toda la geografía, los viejos catedráticos del arrabal vuelven a vestir sus mejores galas para examinar a un alumno al otro lado del río. En este caso el aspirante a pregonero Juan Manuel Labrador, cuyo objetivo pasa por obtener el doctorado en una especialidad considerablemente fragosa: Triana.

Emplazado un nueve de marzo a las nueve de la noche en la antigua catedral del barrio, Labrador comienza su discurso colocando la mano sobre el Evangelio —«Así lo creo»— y elevando los ojos al Cielo en busca de su maestro difunto, Fernando Carrasco. Antes, los músicos de Tejera enarbolan melodías dedicadas a la Salud y la Esperanza. Esa misma Esperanza a la que «se advierte una sonrisa en sus almibarados labios» y que el aspirante venera mediante un romance de campanillas: «La Historia nunca fenece / cuanto contigo se sueña». Acto seguido, el sueño se inicia con la mirada del niño que fue y que aún continúa siendo al llegar los mágicos días de la Cuaresma. Retales de  Barrio León, de traslados velados por sábanas y naranjos cuajados de azahar. La primera décima espinela va dedicada a su titular de San Gonzalo: «El Soberano Poder / de sus manos desatadas».

A continuación, un bellísimo pasaje en el que recrea el Viernes Santo en el Zurraque, con la colaboración de la banda maestrante —«que de Dios eres hijo su Cachorro»—.

No faltan tampoco piropos a las Cigarreras y a todas aquellas hermandades surgidas en Triana que hoy respiran al otro lado del río: «Los Gitanos, San Benito / y las Aguas se marcharon / pero Triana no olvida / que en el barrio se fundaron»; así como el recuerdo a los trianeros fallecidos. Todo ello como antesala a uno de los momentos más especiales de la cita; la irrupción de un saetero entre el público con aroma a calle Pureza.

Muy comentada es su mención al proyecto Esperanza y Vida, genialmente hilvanada en el capítulo dedicado a La O: «Con la cera que iluminan / con los nombres de unos niños / su mejor candelería». También es brillantísimo lo tocante a la hermandad de Vísperas y única corporación de silencio del barrio, Pasión y Muerte, aderezado con la pieza musical Christus Factus Est: «Bífida barba que no termina de derrumbarse».

Al volar al Domingo de Ramos, Labrador no puede evitar emocionarse. Una vez más alza la cabeza hacia el cielo de piedra para homenajear a un amigo que ya no está, Manuel Domínguez del Barco. Su onírica presencia es piedra angular del fragmento dedicado a la Estrella, tejido con versos de seda y de una delicadeza sublime: «Triana duerme en sus manos».

Aunque lo mejor está aún por llegar.

Superado el ecuador del acto —la totalidad del pregón supera por poco los setenta minutos—, Juanma se deja el alma en su paseo por el mercado y las calles del arrabal, encendiendo luminarias a aquellos hermanos de San Gonzalo que, como Joselito el de los cupones, se fueron para no volver. Segunda saeta de la noche, aún más intensa que la anterior, anunciando la buena nueva de los cofrades del Barrio León: la Coronación Canónica de su Virgen de la Salud en 2017. Pepe Fernández, hermano mayor de la corporación, sonríe a un Bienvenido Puelles inmensamente feliz entre el público. «Iba abriéndose el otoño…», dibuja el aspirante, evocando aquella jubilosa jornada en que les fue anunciado el milagro.

«¿Quién le aguanta la mirada / a ese rostro irresistible?», canta seguidamente, y con voz firme, a su reina de la Madrugá, componiendo una de las estampas más hermosas que se recuerdan en las trece ediciones del pregón.

Y cuando el público se prepara para el cierre en la Capilla de los Marineros, el genio tras el atril se reinventa para ofrecer un quiebro inesperado y hermosísimo. La reverencia del nazareno de terciopelo verde al azulejo del Lunes Santo.

Todo acaba y todo empieza, como en un círculo gozoso e inenarrable.

Como buen doctorando que es, Don Juan Manuel Labrador —de profesión periodista, de vocación pregonero—, recibe entre aplausos el beneplácito maestro que, como no podía ser de otra forma, le otorga la máxima nota: Sobresaliente «Cum laude» y el clamor del Arrabal.

 

Fotos: Artesacro.










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