Arte Sacro
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Carlos Crivell Reyes meditó ante el Cristo de la Salud de la Carretería (texto íntegro de la meditación)


Arte Sacro. Como ya informamos, el pasado sábado el periodista Carlos Crivell Reyes pronunció la meditación ante el Santísmo Cristo de la Salud, que gentilmente nos ha hecho llegar para compartirla con todos ustedes:

Creía conocerte desde siempre y a pesar de tenerte delante, omnipresente, no te había visto nunca. Hasta aquella noche extraña sin estrellas en la que deambulaba perdido para reencontrarme con los pasos marcados en el camino.

Fui pisando cada huella que dejó el orbe conocido, que en esas calles junto al río jugaba a desafiar a la diosa fortuna, para aventurarse sin rumbo ni destino; y las que regresaban con nuevas tierras y quedaban marcadas con oro y plata en su brillo; y las pordioseras que apenas dejaron brío y se perdieron en la opulencia condenadas al olvido.

Fui detrás de cada surco, siguiendo la estela de las carretillas que se llenaban de nuevo mundo para acarrearlo a intramuros, y de ahí extenderse al viejo occidente. Marcada en la tierra está la prueba indeleble de que en el arrabal de los carreteros murió el medievo y la historia abrazó la modernidad.

Fui escuchando el martilleo en los toneles, que como cantos de sirena me guiaban hasta verme cargando uno de ellos, del puerto a la puerta de la ciudad, como si fuera un costalero de vinos y aceites, o tonelero del Mayor Dolor en su Soledad.

Aquella noche callada, seguí el rastro que surgía de la casa grande, mirador de proa desde donde se divisa todo el Arenal, y se perdía por sus arterias hasta llegar a Ritoré el quiosquero de Adriano, a los almacenes Contreras con sus vecinos Juan y Rafael Castro, al ultramarino El Reloj, a la guarnicionería de angelito, la pescadería o a la venta de vinos Cobiella en la calle San Diego. Pero cuando volvía de aquella realidad virtual cada vez menos recordada, me apenaba al contemplar la piel de un barrio con su alma despojada, abandonado al mercadeo comercial donde en breve se podrá glosar la tristeza de “El último vecino del Arenal”.

Aquella noche en la que los espíritus vagaban a mi encuentro, me puse otra vez la túnica y la esclavina de monaguillo con la cruz de Santiago al pecho, la dalmática para llevar el pabilo, la túnica de terciopelo con la insignia o el cirio y cogí la cruz de penitente y la ropa de costalero en el cursus honorum carretero, desde el vientre materno hasta la jura de mi hija, que volverá a comenzar el ciclo. Y tuve la misma inquietud al quedar solo en la procesión, la misma seriedad que me impedía siquiera mirar a un lado, el mismo calor provocado por la segunda piel del antifaz, el mismo orgullo al causar admiración por la elegancia del nazareno, la misma decepción de los días de lluvia, el mismo cansancio de las horas finales, el mismo dolor de la trabajadera y el mismo miedo del día que la cruz se nos vino encima o que un hermano perdió la vida junto a la Anunciación.

Aquella noche de domingo, con los sentidos rebosantes y a flor de piel, de vuelta a casa, revivía el traslado del Cristo desde el Sagrario a la capilla después de celebrar la Función Principal. Absorto, ensimismado por la luz de las farolas que resaltaba las grietas entre los adoquines, henchido de Carretería tras el quinario y el vía crucis y con la brisa del río colándose entre los huesos, el chirriar del portalón me hizo parar en seco y se coló en mi cuerpo en forma de escalofrío. Era como la señal de los buccinatores romanos que ordena comenzar al Viernes Santo, la primera ‘llamá’ a la cofradía o el primer lamento de dolor en el luto por las Tres Necesidades. Allí, en la plena quietud nocturna, la puerta pequeña me invitó a entrar. ¿Qué hacía la capilla abierta todavía? Pensé que estarían colocando las imágenes, o simplemente recogiendo después de los cultos, así que me asomé para dedicarles un último rezo.

Una atmósfera espesa de incienso y cera, incrustada en las paredes y retablos, y una luz tenue me aislaron de la realidad exterior y me sumergieron en las profundidades y vericuetos de aquel histórico lugar. Todo se volvió más nítido, como si la sagrada estancia tuviera vida propia.

Los ladrones de la pared, guardianes y capilleres perpetuos, mantenían su conversación altisonante entre la bondad de uno y la resignación del otro. A la izquierda, la virgen gloriosa parecía reafirmar en su candidez que, a pesar de las vicisitudes, su hermandad había desafiado al tiempo y que 500 años no habían podido con la Luz que brotara desde aquella oscura alcantarilla. Justo enfrente, se transfiguraba en un rostro humano tan descosido y reventado por el dolor que se la oía llorar sutilmente, como si fuera una vecina desconsolada por una muerte que se tornaba rojiza alrededor de sus ojos. En el altar, la otra Luz nunca dejaba de preguntar por las escaleras, la sábana y el sepulcro al discípulo amado, que en noches como aquella ponía cordura y temple ante tanto drama.

Junto a ellos… Un momento, ¿dónde estaba el Cristo? La parte central del retablo mayor permanecía vacía. ¡Qué extraño, si lo habíamos dejado al mediodía a los pies de la Virgen! Desconcertado, pensé que estaría en la nueva sala de exposiciones, me santigüé y cuando me disponía a volverme una voz cálida y envolvente me preguntó desde atrás: “¿Por qué buscas entre los muertos al que vive?”

Me volví y observé a un hombre al que no conocía, sentado en el último banco, que me miraba sonriente. Por un momento dudé en saludar y salir, pero la curiosidad y algo en su mirada me hicieron detenerme.

Yo: Perdone, no había reparado en su presencia. He entrado a rezar y, bueno, a buscar algo de inspiración para la meditación que tengo hacer aquí mismo, la semana que viene. Y la verdad es que me he sorprendido al no ver la imagen del Señor crucificado, ¿sabe usted dónde está?

Hombre: No joven, no lo sé, pero me acordé de lo que Jesús le dijo en el sepulcro a María Magdalena una vez resucitado, ante tu sorpresa y confusión. Perdona si te he asustado, soy un viejo devoto que aprecia los momentos de soledad de esta capilla. Ya deben estar a punto de cerrar, ¡pero no te vayas!, yo te puedo mostrar algo que prenderá la llama del fuego interior para que dé forma y sentido a tu meditación. Un secreto que conduce a la verdad de Cristo.

Yo: ¿Un secreto? Soy hermano carretero desde que nací, y la verdad, creo que pocos secretos se me escapan. Desde que tengo uso de conciencia, las imágenes presiden la narración de mi vida, indisolubles, como marcas de agua en los fotogramas que componen el largometraje existencial. Y más en este caso, mi Cristo, atribuido a Francisco de Ocampo en la transición del manierismo al barroco. 1,70 de altura, tallado en madera de ciprés. La policromía es…

Hombre: ¡Para, para!, no me refería a esos detalles. Voy más allá. ¿Te has preguntado alguna vez por qué la gente viene a rezar a una imagen de madera? ¿Qué significado tiene? ¿Qué buscan exactamente aquí?

¿De dónde viene la fuente que enfría las brasas de la ira? ¿y el frescor, cuándo aparece, para supurar las heridas? ¿cómo es posible que sus dedos, torturados y sin vida, puedan aliviar la carga y sostener la carne hundida? ¿qué tienen sus ojos, que a nadie miran, y sin embargo estremecen el ánimo para levantarlo hacia arriba?

Aunque parezca un enigma, el Señor de la Carretería descubre su secreto a quien demuestra Fe verdadera. Son cinco regalos, cinco dones que conforman un camino iniciático que desemboca en las puertas de su reino. Los tenemos delante, solo hay que descubrir la clave, unir las piezas e invocar su nombre para alcanzar los favores. Que no te engañe el silencio, ni te confunda su cuerpo inerte y frío, acerca bien el oído que Dios está susurrando palabras de eternidad.

Yo: ¿Cinco regalos?, ¡no sé a qué te refieres! ¡Su nombre!, siempre lo he tenido presente, pero no entiendo tu reflexión. ¿Cómo puedo saber cuáles son?

Hombre: Presta atención que voy a soltar la venda que ciega tus ojos.

Y ante mi asombro e incredulidad, aquel hombre comenzó a relatar.

Hombre: El primero es la Serenidad: “Apacible, sosegado, sin turbación física o moral”.

Un arma que Jesús nos prepara para combatir los reveses y que no nos derriben en el primer envite. La busca aquel hombre dolorido al que sol se le ha escondido tras un manto negro, aprisionando todo su brillo; al que la línea temporal se le hunde bajo los pies y el futuro se le pierde irremediablemente en el vacío; al que las lágrimas le empañan su quehacer sin que se oiga llover en sus entrañas; al que aprende a convivir con un pellizco que se apodera del aire y secuestra su ímpetu; al que muere antes de que Caronte lo invite a su barca, el día que le presentan a su enfermedad.

O aquel que vuelve la cara, abatido y sonrojado, cuando se ve expulsado del mundo laboral por un sistema inmisericorde que le ha plantado, como a un animal, la etiqueta de su próxima caducidad. Cuando todo parece estar perdido, no hay mejor receta que la calma y medicina que la confianza, y entregarse a los cuidados del más reputado doctor, especialista del alma, cirujano del miedo y a su vez enfermero que va uniendo, trozo a trozo, lo que la angustia despedaza.

La serenidad que nos regala Dios se viste de terciopelo en los nazarenos por los que el tiempo nunca pasa, reflejos de sombras pintadas por Hohenleiter o Sorolla que sostienen el pulso y la mirada y aguantan el peso de la historia siempre con la misma pose y elegancia.

La atmósfera de la capilla quedó atrapada por una oleada de sosiego y paz. Aquel tipo extraño, sentado en uno de los bancos, me había descubierto la serenidad que nos transmite Cristo cuando creemos descender al infierno en cada obstáculo que nos asalta. Su voz, interrumpió de nuevo mis pensamientos y reclamó mi atención.

Hombre: El segundo regalo es el Amor: “Sentimiento de afecto, inclinación y entrega a alguien o algo”.

Aquí Jesús hace la mayor ofrenda posible, que es entregarse a sí mismo como Dios del Amor, pero nos pone una condición. ¡No me mires con extrañeza!, que la única cláusula divina solicita su imitación, es decir, que reguemos de amor los campos del prójimo sin reservas, como bien entendieron, por ejemplo, las hermanas de la Cruz. Mujeres del partido de la bondad que luchan por la igualdad y dignidad de todos los seres humanos. Que recorren la ciudad en busca del desvalido, del que nadie repara en la intimidad de su miseria, del que nada puede perder porque todo lo ha perdido y nada en su podredumbre intentando no ahogarse. En las manos salvadoras, en la suave caricia, en la cálida compañía, en la fregona con la que limpian la inmundicia, y hasta en el olor de un puchero, está el amor de Dios que van regalando las mujeres de Santa Ángela de la Cruz.

¿Y no hay amor más puro que el que sale de un termo, de voluntarios que le roban horas al sueño para socorrer, aunque sea con un café, al que malvive entre cartones? En ese instante consiguen integrarlos por un momento en la sociedad. Y más que calentarse o comer, le permiten arrancarse las cadenas, aunque sea al día por una vez, para no seguir siendo esclavos de la soledad.

O el de aquellos a los que la imagen del niño ahogado en la orilla no solo les conmovió, sino que decidieron pelear contra la bravura del mar, que se traga sin remedio las ilusiones de los que fueron engañados con un pasaporte hacia la calamidad. Migrantes a la deriva que reciben amor en una manta y en una sonrisa.

El amor que nos regala Dios es el de sus discípulos que no le abandonaron en el último momento, y le van contando a Sevilla cómo se plasmó el verdadero calvario, que se alza en el barco carretero en la tarde del Viernes Santo.

Sentía el pulso en la sien y las muñecas. Acababa de recibir una lección de amor que me había acelerado los sentidos. Inspiré con fuerza, intentando llenarme los pulmones con todo el aire espeso del lugar, pero, cuando estaba recuperando el resuello, la determinación de aquel hombre consiguió volver a encender mi deseo por oírlo.

Hombre: El tercer regalo, muchacho, es la Libertad: “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”.

Porque Jesús no impone ni somete, al contrario, glorifica al ser humano respetando su libertad de elección para acercarse a él o darle la espalda, para errar y arrepentirse. Muchos han abrazado el relativismo con su dictadura del “todo vale”, oprimiendo a los valores y virtudes, donde la locura del materialismo sin escrúpulos pisotea a todo lo que le suponga una amenaza, entre ellos la experiencia espiritual. La empatía es devorada por un individualismo agresivo y egoísta, que es la fuente de donde fluyen la mayoría de los males.

Dios despeja ambos caminos, y levanta las vallas para que pases, pero solo está en uno esperando, en el de la fraternidad entre los caminantes, en el que está enlosado de solidaridad y pintado de respeto al discordante. En el que el diálogo y la integración prevalecen en las señales y donde se respira la paz y no le falta a nadie. Es la libertad más extrema, que regala a pesar de que lo rechaces, pero aunque no escojas su camino siempre estará para esperarte.

La libertad que nos regala Dios la puso en práctica su madre, que quiso ser Luz y estandarte, entregó su alma a la llamada del ángel y en la Carretería pide sábanas y escaleras para, por última vez, abrazarle.

El sonido del móvil quebró el momento en el que, mudos, solo hablaban las miradas. Era un mensaje de casa, ¡que por qué no regresaba! Decidí no contestar, pues aquello era largo de explicar, y mientras lo guardaba me dio la sensación de que aquel hombre parecía regocijarse en mi desconcierto, jugando con mis pensamientos. Pero en su rostro no destellaba ninguna maldad.

¿Por qué me hablaba de todo aquello?, ¿quién era aquel hombre misterioso? Una ráfaga de frío me hizo pensar en que ya debía marcharme, pero al oírlo hablar, el tiempo se paró de nuevo.

Hombre: El cuarto regalo es la Unión: “Conformidad y concordia de los ánimos, voluntades o dictámenes”.

Éste suele pasar inadvertido, pero mantiene fuertes las costuras del legado de Jesús en la tierra. ¿Cuántos frutos se han recogido y sigue dando la unión de los cristianos en su iglesia? Desde que Pedro recibiera el mandato, y venciendo a los enemigos y a su propia leyenda negra, la obra de Dios se ha extendido por los confines de todo el planeta.

Unidos con las hermanas y sacerdotes, los nuevos prescriptores de la buena nueva. Unidos con los peregrinos y misioneros, influencers del evangelio allá donde no llegan las redes. Los que suben las fotos y vídeos de la alegría cristiana entre incomprensiones, ataques y miedos. Los que se juegan la vida cada vez que miran al cielo o se atreven a decir “me gusta” a la revolución de los nuevos mandamientos.

Unidos con aquellos cristianos de base que entregan todo su tiempo en aplacar el hambre y las necesidades del vecino que no sabe cómo estirar el sueldo, víctima de esa pobreza muda que nunca se admite, pero que hiela y va carcomiendo. Cáritas es el ejemplo: “aquello que hagáis con vuestros hermanos, conmigo lo estáis haciendo”.

¡Qué razón tenía aquel político que se atrevió a decir: el día que la iglesia y las hermandades bajen los brazos, viviremos un auténtico drama social!

La unión de los cristianos es la fuerza del altísimo, a la espera de que las distintas confesiones decidan seguir al unísono para admirar en su plenitud el regalo que Jesús nos ofrece. El mismo que se rompe entre María y su hijo, y no hay pañuelo que seque el torrente desbordado de desconsuelo al quedar triste y sola cuando gana su primera batalla la muerte.

El hombre calló de repente al ver que yo no estaba allí, porque las vivencias me habían arrastrado a otros tiempos, siempre de la mano de la virgen pepona, como la llamamos cariñosamente en casa, que me llevó a pasear por los recuerdos junto a una joven de Salteras asida a su manto y a su barriga; me enseñó al monaguillo asustado impaciente por ponerse el capirote; al nazareno que fue creciendo al cambiar de tramo, que es como se cumplen los años en Sevilla y al costalero que tomó el relevo para llevarla hasta el cielo, siempre con ella de la mano. Con los ojos humedecidos, di media vuelta para despedirme, pero el hombre me paró en seco.

Hombre: ¡No te vayas joven!, aún queda el quinto regalo, que es el Destino: “La Meta o punto de llegada”.

Porque no hay mayor tesoro que alimenta a la esperanza que el destino que Jesús nos entrega, así en el cielo como en la tierra, si aceptamos hacer la travesía en su barca. Por muchos naufragios que vengan y las olas nos empapen de amargura en la “madrugá” más oscura del alma, la Luz bañará la portada que da paso a la gloria de la resurrección. El final es el principio y el fragor se queda en calma, la ira se vuelve agrado, el invierno primavera, lo yermo ajardinado, el vendaval es brisa, lo oscuro iluminado, el miedo una sonrisa, el fracaso es apartado, la montaña ya es cornisa, lo grisáceo torna en áureo para decir a la muerte que su tiempo ya ha pasado.

Y allí se reencontrarán todos los carreteros que ya disfrutan de sus verdaderas caras, como Fuensanta, Mari Ángeles, Antonio, Sebastián, Francisco Antonio, Jaime, Eugenia, José, Francisco, los dos Ricardo, Vicente, María Milagrosa, Luis, María Luisa, José María, Lorenzo y tantos otros que nos esperan vestidos de azul terciopelo y con la cruz de Santiago en la eterna cofradía del cielo.  Muchacho, ¡ahí tienes su secreto!

Las palabras de aquel hombre reverberaban por la capilla, como si nunca quisieran extinguirse. Al oír unas voces en la casa de hermandad caí en la cuenta de que se había hecho muy tarde y el cansancio dominaba todos mis movimientos. Eché una última mirada a la Virgen y al altar con el hueco del Cristo en medio, y decidí despedirme de mi acompañante. Cuando me di la vuelta, cuál fue mi sorpresa al comprobar que sentado en el banco no había nadie. Una ráfaga de frío me erizó los vellos y llegué a la conclusión de que aquel hombre no era más que un loco cuerdo perdido en la noche.

Caminado de vuelta, aparecían escritas en el suelo las palabras, los regalos que Dios nos ofrece según aquella misteriosa conversación. Mi cabeza bullía, se entrecruzaron de todas las formas posibles y el eco me golpeaba en la sien. Serenidad, Amor, Libertad, Unión, Destino. Serenidad, Amor, Libertad, Unión, Destino. Al repetirlas por segunda vez, se borró todo de un plumazo, y en el silencio más rotundo relucieron nítidas las cinco iniciales: SALUD.

Volví corriendo a la capilla, y al entrar el corazón me dio un vuelco al ver al señor crucificado ocupando su lugar en el altar. Entonces, adelanté mis pasos hasta tenerlo en frente, y con agradecimiento le dije algo que hoy vuelvo a repetir aquí: “Gracias por ser nuestro manantial de Salud, y regalarme esta meditación”.

Fotos: Antonio Sanchez Carrasco/Juan Alberto García Acevedo.










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