Arte Sacro
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Aquella Virgen de la calle Sol


José Fernando Gabardón de la Banda. Y de pronto aquel niño despertó. Notó que estaba solo en su pequeña y humilde habitación. Desde su cama contempló el efecto lumínico de un día esplendoroso en el que el Sol radiaba, enseñaba su poder cromático, sin más obstáculos que alguna nube aislada que se dejaba traslucir, a modo de boceto inicial de una composición meditada de cualquier pintor. Era una de esas mañanas que no tienen explicación, de esas que no se pueden describir, porque quedan en el seno de tus propias emociones. Era una mañana única, de las que vive una vez al año, pero que no se vuelven a repetir a lo largo de la vida, porque, aunque ocurra todos los años, no son todas iguales. Era una de esas mañanas que concibe lo bonito que es la vida, lo maravilloso que es sentirse vivo, volcarse en las oportunidades que te da a lo largo de la línea del tiempo a medida que se va adentrando en el corazón de la vida. Era una de esas mañanas que pierde la constancia del tiempo, que pierde su ritmo, son esos instantes que se hacen eternos, que no quieres que se pare. Era una de esas mañanas que la disfrutas como si fueras la primera vez que la vives, como si no supieras lo que va a ocurrir, como si nunca lo hubieras vivido. Era una de esas mañanas que lo alargas, que no quiere que termine, que siempre sueñas con vivirla, sin contar los minutos ni las horas que pasan, sin escuchar el tic tac del reloj, donde no exista ni el pasado ni el futuro, ni siquiera el presente, solo el instante, el instante eterno. Era una de esas mañanas que se presentan sin ser anunciada, sabes que llegará, que no hace falta que te lo digan, ocurrirá. Era una de esas mañanas que concibes como un regalo del cielo, que no tiene explicación científica, solo emoción, fe y consuelo.

Y de pronto aquel niño despertó. Se levantó de la cama rápidamente como lo hacía todos los días. No era un día cualquiera. Tenía ya preparada su ropa, chaqueta y corbata como lo requiere las normas. No iba a ninguna boda, ni un acto social, esos de los que abrazan y después te critican cuando te dan la espalda. No iba a ninguna reunión de empresas, ni siquiera a un cumpleaños de un amigo cualquiera. De pronto se volvió, se dio cuenta que había olvidado su medalla, la de su hermandad, la que todos los años le acompaña en este día especial. No es solo una pieza de orfebrería, aunque fuera de plata de ley, era algo especial que le habían regalado sus padres, ya hacía unos años. Colocada encima de la chaqueta, pulcra y limpia, sin ningún rastro de moho, que deterioran a los materiales. Algún día recorrería el reloj de la historia, y llevaría la de los cincuenta años, y miraría hacia atrás, se daría cuenta del tiempo que corrió, de cuanto fue el rollo de película que ya formaste, pero no será la misma medalla, la única, la de tus padres.

Mientras se lo coloca mira a su alrededor, solo hay fotos de Vírgenes y Cristos, una amplia cartelería que emula una autentica galería de cuadros que pudiera poseer cualquier mecenas del Renacimiento en sus estudios. Quizás no haya ningún cuadro autentico pintado por Miguel Ángel, ni por Rafael, ni por cualquier pintor del que gozaron príncipes, papas o reyes. Son simples láminas reproducidas, algunas desdibujadas por el tiempo, pero que guardan en sí misma una historia que contar. Cada una fue obtenida con esfuerzo, muchas, productos de regalos de amigos y compañeros, dádivas de fe y cariño. No hay un hueco en la pared donde poner ninguna más, una verdadera pinacoteca repartida en una estancia pequeña, que resalta aún más el valor de la colección.  No cabe duda que es la historia soñada de cualquier sevillano, la colección de los iconos que define la identidad de cualquier ciudad. Aquellos que no se aprenden en ninguna clase de una escuela, ni en la lectura de una enciclopedia, sino en la experiencia de tu propia vida. Volvió a recorrer con la vista la habitación, orgulloso de este tesoro, en ese lugar oculto de la casa, su propia habitación.

Como todo buen coleccionista, siempre había un grupo entre ellos, que la miraba de otra manera, eran aquellos que su vista mimaba, las que todos los días quedaba extasiado. Como todo buen coleccionista, se extasiaba, quedaba admirado solo de verla. No era ningún Corregio, ningún Claudio Coello, ni un Guido Reni, era solo un grupo de fotos enmarcadas con un gusto especial. Eran las fotos de una Virgen, la que llevaba en su corazón desde que nació, las que le acompañaba todas las noches en su cuarto; las que le mimaba cuando estaba solo; las que le ayudaba a pasar las fatigas de la vida. Con un repaso visual se podía contemplar la historia de una Virgen de mirada triste, desolada, de suave modelado, cuya advocación nació en San Nicolás. Y podía contemplar aquel momento de su momento de esplendor vivido en Omnium Santorum, en la plenitud de la calle Feria ya a finales del siglo XIX. Y podía contemplar en su altar de culto, instalado en las naves de aquella iglesia gótico mudéjar, entre el palacio del marqués de la Algaba y el mercado decimonónico, en la que acudían sus vecinos a orarles. Y podía contemplar su estancia en el Hospital del Pozo Santo y como no, en la preciosa iglesia barroca de los Padres Terceros.

Entre todas estas fotos, había una en color, mucho más reciente, que había dejado en ese instante de aquel día una foto de Román Calvo, cuando pasaba por la calle Sierpes, acompañado por sus dos hermanos, y al fondo el paso de palio. No era una cualquiera, era la más intimista, en la que estaba insertada su familia, su hermandad, la que acompañaba a esa Virgen de la calle Sol, antaño de la calle Feria. Y es que hoy no era un día cualquiera, era Domingo de Ramos. Era el día de la Virgen del Subterráneo. Y es que debía darse prisa, había que abrir la iglesia, la gente estaba esperando poder contemplar sus pasos, el misterio de la Cena, el Cristo de la Humildad y Paciencia, y como no, aquella Virgen que siempre le acompañó durante los avatares de la vida. Se había convertido en un hombre, pero seguía siendo ese niño que soñó que siempre era Domingo de Ramos, el día de su Virgen, el día en que se paró el tiempo en el reloj de su historia. 

A mi hermano Jesús Gabardon de la Banda, que desde niño siempre supo cuidar a la Virgen del Subterráneo. 

Fotos: Roman Calvo Jambrina










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