Arte Sacro
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Aquel nazareno de San Román


José Fernando Gabardón de la Banda. Eran tiempos duros, tiempo de hambre e inconciencias. Eran tiempos duros aquellos en que la vida no valía menos que una moneda de betún perdida en un mercado. Eran tiempos duros, cuando muchas familias no sabían si al día siguiente iban a poder dar un pedrusco de pan a sus hijos. Eran tiempos duros, en la que una parte de la población vivían en chabolas, bajo la amenaza del desbordamiento de un río o de cualquier epidemia. Eran tiempos duros, no saldaban esperanzas al carecer de horizonte en la vida que le habían tocado vivir. Eran tiempos duros, tiempo de hambre e inconciencia. Eran tiempos en que se jugaba en un instante la esencia de la propia vida, en el que el desaliento insidia en cada instante, en aquellos barracones en que la vida discurría entre tinieblas. Eran tiempos de carestías, aunque no se habían llenado nunca las cestas de manjares, ni de viandas, solo pedruscos de pan y si acaso algún pedazo de pan que podían llevarse a la boca. Eran tiempos de carestías, de niños jugando en las plazuelas, o a la orilla de los ríos, sin más vestimenta que harapos cubiertos de escamas, como aquellos niños de Murillo que jugaban en las plazas. Eran tiempos de carestías, de aquellas mujeres morenas que desde que amanecía trabajan sin descanso por el bien de su familia. Eran tiempos de carestías, de los que quedaban empeñadas la armonía de vivir en los surcos de cizañas en la senda de la existencia del día a día. Eran tiempos de carestías, de servir y no ser servido, de dar y no recibir, de callar y no gritar al viento las injusticias de la vida. Eran tiempos de condenas, de reo de cárcel de crímenes no cometidos, por una justicia infiel, que bajo la corneta de unos pocos desfilaban en tribunales en la que la condena estaba ya inscrita. Eran tiempos de condena, de aquellos que desfilaban ante la injustica de la vida, que mostraban con su cante el rapto de la alegría de vivir. Eran tiempos de condena, de genios soñadores que componían seguidillas, bulerías, cante jondo, verdaderos trovadores de un pueblo abandonado, sin más consuelo que soñar que un día al despertar volverían a conseguir su libertad. Eran tiempos de condena, admirados y queridos por un poeta de leyenda, Federico García Lorca, que vio en su propio arte, la esencia de la belleza. Eran tiempo de esperanza, de buscar sus conciencias, de buscar sus inquietudes, aquellas perdidas, desde que dejaron de ser nómadas, sabedores de ser libres como el viento.

Eran tiempo de esperanza. Y todos los años encontraban un lugar de reencuentros, de emociones, un espacio en la que la alegría circulaba, aunque fuese en un instante en el devenir de los tiempos. Y todos los años se reunían, agrupados en verdaderas familias donde el cante y el baile proyectaban su alegría, donde las emociones fluyen y las cadenas se rompen, dando paso a las ganas de vivir. Bulla propia que se despliegue en una plaza, en unas gentes que nunca dejan de venir, de buscarlo en la esperanza. Bulla propia que se despliega en una plaza, en un ágora de fe, de alientos y consuelos a la luz de la luna llena que la preside. Bulla propia entre aquel puesto de calentitos, pequeños caseríos y las confluencias de varias calles que confluyen en su destino como riachuelos que se desprenden en picado. Bullas que han llenado la plaza, venidos a pie, tras horas de camino, llueva o haga calor, nunca faltan a la cita. Bulla propia ante la iglesia, de puerta de arquivoltas góticas, de textura pétrea añeja, con su torre barroquista. Bulla propia ante la iglesia, que queda plasmada en esas fotografías en blanco y negro, que serán testigos de un pasado que quedó en la conciencia de este devoto pueblo. Bulla de cantes y bailes, de rezos por bulerías, con decoro y elegancia, ante la espera de su venida. Bulla de cantes y bailes, en aquellas noches sensibles en que claman desde el cante que su pueblo ya llegó y se postra en un instante a la búsqueda de amor. Bullas de cantes y bailes, noche de rezos expectantes, ante la Luna lorquiana que desvelan las miserias de un pueblo al verlo sufrir. Bullas de cantes y bailes que aquellos pintores costumbristas dejaron en sus lienzos unas chispas de sus vidas. Bullas de cantes y bailes, de aquellos que contaba mi abuela que desde la calle Peñuela, donde nació mi padre, desde su balcón se convertía en testigo de excepción. Bullas de cantes y bailes, que conllevan tiempos de esperanzas.

Y recuerdo que mi abuela cuando niño me deleitaba la salida de aquel Cristo que aquellas gentes llegada de lugares lejanos de la ciudad esperaban expectante. Y recuerdo que mi abuela me contaba en historias interminables el compás de aquel paso entre vítores y aplausos, entre palmas y cantos. Y recuerdo que mi abuela me contaba que ante aquel Cristo Nazareno sucumbía la plaza, entre los que buscaban esperanzas y rompían oraciones. Y recuerdo que mi abuela me contaba que ese Nazareno que desde el convento del Populo, donde se había establecido en el siglo XVIII comenzaría su periplo, una historia de emigrante, de recorridos inciertos ante una Sevilla que algunos momentos le dio su espalda. San Esteban y San Nicolás fueron lugares intermedios hasta llegar a su iglesia que le acogió tanto tiempo, sin cuestionar su destino sin preguntar sus orígenes. Y siempre mi abuela contaba la excepcional talla del Cristo, su expresionismo atormentado de cargar con su Cruz, que tallara José Montes de Oca en aquellos años ya añejo del siglo XVIII. Y siempre recordaba mi abuela con júbilo las tardes que se acercaba a contemplar su tez morena, cabeza bien tallada siguiendo los patrones de aquella escuela barroca del realismo. Y siempre recordare cuando mi abuela me regaló aquella foto de aquel Nazareno que era el consuelo de aquellos en que todas las Madrugadas se concentraban para rezarle. Aquel Cristo que quedaría en el subconsciente de un pueblo, en esa huella que nunca se lleva ni el tiempo. Aquel Cristo que desapareció en aquella efeméride maldita de una época de odio y de violencia. El Cristo de Montes de Oca. El Nazareno de San Román. El Cristo de los Gitanos. Eran tiempos duros, de hambre e inconciencia.

En memoria de mi abuela Rosa, que vivió los años treinta en la calle Peñuelas.

A mi padre Joaquín, que me hizo hermano el día que yo nací.

De un hermano de los Gitanos.   

 

José Fernando Gabardon de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Fotos a color: Roman Calvo Jambrina










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