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Y la técnica se hizo arte en las fotografías de Román Calvo


José Fernando Gabardón de la Banda. La Revolución Industrial supuso para el ser humano una transformación en todas las modalidades de la vida, cambió su destino, el curso de la historia volvió a ser mutable, se había escrito un nuevo apartado de la línea del tiempo. La percepción de la vida se hizo más veloz, los comportamientos sociales que habían sido estructurado en base a un origen social se desvanecieron, horizontes que hasta ahora parecían impensables en el campo de la medicina y en todos los campos de las ciencias experimentales comenzó a situar al ser humano en dueño de su destino.

La identidad física del ser humano como ente no hubiera quedado completada si su espíritu, su logos no hubiera vuelto a despertar en su capacidad de crear, por lo que a una revolución técnica llegaría una revolución cultural, a lo puramente material lo esencialmente metafísico, la creación como expresión de la sensibilidad humana como parte del homo sapiens. Y como ocurrió en muchos momentos de la historia, la técnica se hizo arte, al igual que en el Neolítico la cerámica de ser un simple recipiente se transformó en una recreación ornamental, una exaltación de la belleza proyectada en los distintos motivos ornamentales que fue llenando las paredes de los recipientes.

Es posible que fuera William Morris con el precursor de convertir los propios diseños industriales en expresión de creativa humana o esa exaltación del propio movimiento vinculado al origen de los primeros coches o el propio ferrocarril de la mano de los lienzos de Umberto Boccioni, o quien sabe de nuestro cochecito de la calle Tetuán de Enrique Orce. Lo que no hay duda es que lo técnico se hizo cultural, puramente cotidiano, llenó nuevamente la parcela de la creatividad humana.

Y es que en algún momento de esta dinámica experimental fueron surgiendo innovaciones en la que el pincel o la gubia fueron siendo sustituidos por otros soportes de creatividad entre los que se encontraría la fotografía. De ser un mero aparato de reproducción visual, un ente puramente técnico se convirtió en un objeto de creación, de reconversión de la percepción visual del mundo que nos rodeaba. Al igual que la pintura impresionista había concebido la luz como un verdadero elemento de creación, el objetivo de la cámara cambio el mundo material que le rodeaba, no solamente dejó fijado para siempre en flack back el instante de la historia, sino aquellas emociones humanas que siempre quiso recrear desde aquellas cuevas paleolíticas. Y es que a través de la creación de una máquina de foto el ser humano se recreó en sí mismo, hizo flotar sus pasiones, sus propios misterios de conciencia, la contabilización de su propio ser como identidad.

Y es que una simple máquina, lo puramente tecnológico se hizo arte en la obra de Man Ray, a los que se unieron un gran número de nombres, que convertiría a la fotografía en una nueva modalidad artística. En Sevilla, ciudad de pasiones, llegarían un gran número de estos nuevos artistas, recreándola en muchísimas ocasiones, convirtiéndola en sí mismo en uno de los escenarios más reproducido, no solo sus propios monumentos, sino aquello que comenzaba a ser propio de su identidad, sus fiestas primaverales. De ahí que todavía hoy la ciudad cuente en pleno siglo XXI con grandes artistas de la fotografía, como es el caso de Román Calvo, cuya obra se concibe como una clara reconversión de visualidad de la propia ciudad y el mundo que le rodea. Y es que en su cámara la tecnología se convierte en arte.

Y como muchos artistas se ha ido haciendo a sí mismo, un mero autodidacta que ha ido abriéndose camino con su sola mirada de curiosidad innata, de gusto por las cosas que le rodean, miradas de reencuentros, de alegría, de tristeza, en lo que lo figurativo lo concibe como retratos naturales, llenos de vida en la que proyecta la propia alma del retratado. La pasión humana, el ethos se concibe el propio aditamento, miradas intimas en planos inmediatos, que resaltan la identidad humana. Su cámara recorre todos los escenarios urbanos, flota en un ambiente de renovación visual en la que las calles, y plazas se vuelven platos naturales, como aquellos escenarios fellinescos de la Roma Universal. En sus fotos subyace fotos de pasión, de vuelco narrativo, sin ningún guion establecido, siendo el propio guionista su propia capacidad de relatar todo lo que conlleva la escena, por lo que es para sí mismo su propio Rafael Azcona.

Y es que su cámara no deja tras de sí un reguero de un puro formalismo visual, sin ninguna otra pretensión que una visión mercantilista de agradar al que lo contrata, sino que, por el contrario, sus obras están concebidas como un mero pasamiento en la que libertad creativa resuelve todo tipo de lazos normativos. La sucesión de los planos, el modo secuencia, los efectos de la luz y la sombra, todo lo que concibe un maestro de la fotografía lo consigue en sus composiciones que ha ido superando el mero ojo de un simple aficionado o un creador novel. Cualquier escenario, lo transforma, lo moldea como cualquier maestro del barro, y es que sus obras son concebidas como moldes artesanales de un creador que de un objeto lo convierte en una expresión de belleza.

La masa de esos moldes es la propia realidad humana, la vida que emerge en cada rincón, portadores de riqueza vital, que al igual que los pintores del realismo social conllevaron a convertir a lo puramente humano en dueños de sus temáticas. Y como autentico artista de la cámara, lo puramente artesanal se convierte en arte, en el momento en que la foto deja de ser una mera reproducción de imágenes visuales trazada por un simple aparato tecnológico, dejando como resultado el relato de lo humano, un friso narrativo a modo de aquellas metopas y triglifos que Fidias realizara en el Partenón.

El ojo visual deja de ser consciente de la realidad, para recrear lo metafísico de la vida, su esencia, en la que en ese instante creado se hace atemporal, sin un espacio en que lo defina, por lo que se convierte en un verdadero artista. Y como todo artista no es resultado de una pura formación técnica, que supondría un mero academicismo, sino que, por el contrario, converge ese pathos de creatividad en que envuelve su obra.

He tenido en los últimos años la suerte de ser testigo de la obra de un gran creador, en innumerables visitas por la ciudad que ambos amamos, Sevilla, y que probablemente ha sabido concebir con la mera experiencia de descubrirla por sí mismo. No hay calle, casa, esquina, que no haya sido captado por la creación de su imagen, parcelas que para muchos son espacios cotidianos, pero que en su rico mapa mental emergen como imágenes que subyacen en su propia conciencia.

Sevilla como tal mostrada como un icono es su temática plena, pero no de manera idealizada como esas visualizaciones bucólicas que nos dejaron los pintores flamencos de los siglos XV y XVI de una ciudad grandiosa en la lejanía, ni con tintes de mero costumbrismos de García Ramos o Jiménez Aranda, ni de los propios artistas contemporáneo que la recrearon con miradas pintorescas, en algunos momentos desvirtuando la propia conciencia colectiva.

La mirada de Román es una mirada sin pretensiones, desnuda a la ciudad tal como es, con sus luces y sus sombras, sin ninguna inquietud quijotescas de convertir a sus monumentos en molinos de vientos, sino que desvela una magnitud de realismo que cualquier maestro de la narrativa contemporánea. Curiosamente Román Calvo no es sevillano, nació en Zamora, el 3 de febrero de 1969, aunque se trasladaría a Sevilla con solo cinco años, por lo que su formación académica transcurría ya en la que iba a ser su ciudad.

Sería el Colegio Altair el marco de sus primeras experiencias estudiando todo el itinerario académico hasta el Bachillerato. Y como hombre de inquietudes artísticas, concibió su carrera profesional probablemente en el estudio y la comprensión de una de las obras más completa de la creación, el cuerpo humano, por lo que en 1987 comenzó a estudiar en la Facultad de Medicina de Sevilla, obteniendo la licenciatura en 1993, y como no, busco de todos los órganos, el conocimiento del más vital de todos, el corazón, por lo que se formó como Mir de Cardiología en el Hospital Virgen Macarena, entre 1994 y 2000. A partir de este año comenzaría a ejercer como cardiólogo, doctorándose en Medicina en el año 2003. Y nuevamente como claro exponente del sabor humanista de su identidad, como le ocurriría a Santiago y Cajal, la materia se convierte en metafísica, lo técnico en arte, y aquel cuerpo que intenta salvar todos los días en el hospital se muestra en un artificio de sentimientos y emociones a través de su cámara. 

Nunca se sabe cuándo fue el momento en que descubres tus gustos personales, tus pasiones, pero es posible que fuera Don Luis Calvente, el conserje de su propio colegio quien le descubrió el amor por la fotografía, y quizás por la propia Semana Santa de Sevilla, cuando durante las horas de recreos, reunía a un grupo de amigos y le enseñaba fotografías de Semana Santa. Y como no, sus padres, Teo y Mina, fueron también los artífices de esta maravillosa pasión, al regalarle su primera cámara, una cámara compacta Argus C3 electro con flash incorporado, que se convertiría en su verdadero compañero.  Su primera exposición lo haría en el gastrobar Pinceladas en la Alfalfa junto con José María Gutiérrez Guillén y Paco Centeno, bajo el nombre de tres enfoques, quizás sería el año 2013.

No cabe duda que ha sido la Semana Santa los que nos abrió ese lazo de amistad en una tarde que nos conocimos como buenos cofrades delante de un paso de palio, de un año que ya no sabemos pero que puede remontarse a la medida de veinte años. En los primeros tiempos de este encuentro, era todavía soltero, incorporándose pronto como compañera eterna de la vida a su hoy mujer Toñi, una excepcional profesional de la medicina, especialista en inmunología, que se convirtió en una habitual compañera de nuestras correrías de nuestros itinerarios cofrades, aunque todo hay que decirlo, sin llegar a nuestros excesos.

Muy poco tiempo después se le uniría su propio hijo, Román, en las que se unían todos los Jueves Santos como compañeros de la estación de penitencia con su Hermandad de Montesión de Sevilla, y como no decirlo, desde niño como su padre por su pasión por la fotografía. Y de esta manera la fotografía se concebiría en un modo de vida en la vida de Román Calvo, siendo su actual cámara, la Canón EOS 80 D, su fiel pincel de la vida.

La calle cualquier día de Semana Santa se hace presente en su obra, y como buen artista que llevaba su estudio al espacio libre, lo convierte en su propio taller, un verdadero Sorolla que descubrió aquella Semana Santa de principio de siglo. La belleza de un misterio, de cualquier paso de palio lo convierte en sus protagonistas, pero no aisladamente, sino concebido en el calor humano que los rodea, en sus marcos escénicos urbanos, no por cierto alejándose de aquellos lugares vanguardistas que ha ido insertando la fiesta primaveral en el mundo contemporáneo. 

A pie de calle, con su cámara, entre nazarenos, al lado del capataz, insertado en las bullas, capta los instantes eternos que solo saben esculpir los grandes genios. Y el balcón, esos escenarios que abren perspectivas visuales de emociones, en la que vislumbra su percepción de manera frontal no de arriba abajo como aquellas pinturas barrocas para instalarlo en un retablo, sino con esa sensación de que formas parte del misterio, que eres testigo de la escena que se está narrando, bien al lado de Pilato, de cualquier sayón o incluso de cualquier apóstol.

Es posible que la calle Santiago marcaría en la visión frontal del escenario de estos retablos itinerante un sentido compositivo, especialmente con sus fotografías dedicado al paso del Misterio de San Benito, en la que Pilatos se convierte en uno de sus mejores iconos representado, en la que, desde la obertura de la estrechez de la calle, se ve abriéndose camino entre la masa de personas que con expectación lo están esperando. 

El nazareno como personaje habitual en sí mismo en la pintura sevillana, se convierte en un personaje habitual en sus composiciones. Nazarenos echándose cera, repartiendo caramelos, dirigiéndose a sus capillas para iniciar la estación de penitencia, nazarenos de cola o de ruan, de cíngulo o de esparto como aquellos que representó Hohanlater, iconos en sí mismo, con una esencia simbólica. No cabe atrás la percepción de los acólitos, ese juego de emociones encontradas, de alegría de vivir este instante, esas miradas recogidas por la cámara de Román.

 Anécdotas que se convierte en temática principal, una señora en un balcón mirando con una sonrisa, quizás de recuerdos de tiempos pasados, ese saetero que vibra con su voz, como su excepcional retrato de Pepe Peregil, niños con globos, o sus propios vendedores, y toda una lista de personajes secundarios que se convierte en protagonista de cualquier tarde eterna. 

Es una visión que se renueva todos los años, no muestra cansancio de una repetición de escenas, una rutina compositiva, sino que por el contrario va abriendo nuevos caminos, que ha ido mostrando en algunas exposiciones individuales, y sobre todo las que todos los años puede mostrar junto con otros fotógrafos en los paneles que rodean los palcos de la Plaza de San Francisco con la Fundación Cajasol. De esta manera, su fotografía se recrea, experimenta en una visión renovadora, como lo es la propia realidad social que envuelve a la Semana Santa de Sevilla.

Su vitalidad creativa le ha llevado a descubrir en estos últimos años nuevos experimentos narrativos, pero quizás su mejor exponente haya sido las que ha dedicado a la Torre Pelli, uno de esos iconos que no ha terminado de cuajar en la sensibilidad colectiva, pero que ha sabido con su cámara darle una perspectiva diferente.

Como algunos pintores impresionistas, como fue el caso de Monet y la Catedral de Notre Dame en la que proyecto las impresiones de la luz como iban cambiando en la recepción de la genial catedral gótica, Román reproduce diariamente a la Torre, con una visión que va más allá de un simple aficionado, probablemente el mejor narrador de esta torre del siglo XXI, reproducido desde todas las parcelas posibles de la visión, combinándola con los rayos de sol o con los atardeceres, desde el Puente de Triana a la ribera del río, que hace descubrir una torre que tiene distintos efectos de visualidad. Quizás sin saberlo, las fotos de Román Calvo con la Torre Pelli, son como aquello dibujos de Torre Farfán realizara con la Giralda.

No como una mera recreación visual, o meras reproducciones anacrónicas, sino buscando el efecto de la vida que conlleva una obra creada. Y es que la máquina se hizo arte en la obra fotográfica de Román Calvo.

A mi amigo Román Calvo y a su mujer Toñi, que me han acompañado en estos últimos años, en algunos momentos en etapas de soledad y desesperanza.

José Fernando Gabardon de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Fotos: Roman Calvo Jambrina










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