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¿Vamos a los palcos? No, ¡Qué no! ¡Qué no quiero!. (Memorias de los palcos y la plaza de San Francisco)


Reyes Pro Jiménez. En la Sevilla de los años sesenta del siglo XX había pocas ocasiones de ir a espectáculos, poco teatro y menos conciertos. Funcionaba algo el Teatro Lope de Vega, “el de la Exposición” que decían los abuelos; aún estaba en pie el teatro San Fernando y el Coliseo no era el cascarón con oficinas en su interior que hoy tenemos, pero se usaban sobre todo como cines.

El gran teatro para ver y que nos vieran eran “los Palcos”, así llamados sencillamente y no estaban en el interior de un edificio teatral sino en una plaza. Pero no en cualquier plaza de la Ciudad, estaban en la que era su plaza mayor, habitual para los espectáculos principales por lo menos desde la Edad Media y llamada de San Francisco por el Convento Casa Grande de la orden franciscana, aunque a lo largo de la historia sufriría varios cambios de nombre.

La Plaza en 1868, Francis Frith. Con soportales y con casas de hasta cuatro alturas y balcones corridos para ver los espectáculos y acontecimientos; además de la “viajera” Pila del Pato.

Los acontecimientos y los espectáculos de la ciudad tenían en ella su escenario, de toda clase: ya en el siglo XVI desde Autos de la Inquisición hasta Corridas de Toros en germen. Y por supuesto también la Semana Santa, sobre todo desde la famosa ordenación de “carrera oficial” de 1604. La arquitectura de la plaza respondía perfectamente a esta vocación y función con galerías y balconadas (tanto las particulares como las propias del Ayuntamiento, que sobrevivieron hasta el siglo XIX a modo de logia) que permitían ver y por tanto también algo muy importante: ser vistos.

A comienzos del XIX el Ayuntamiento aún tenía la galería, balconada o logia. La Pila del Pato en la Plaza pero en otra ubicación más alejada  de la entrada de la calle Sierpes

Pero la Ciudad, efímera en sus alegrías y en sus arquitecturas festivas, necesitaba algo más pues cada vez más habitantes y forasteros (como se decía a los turistas) querían contemplar lo que la gente de fuera de Sevilla llamaba “desfiles procesionales”, que para los sevillanos eran cofradías, o sea las hermandades en su culto público en la calle a las Imágenes de su devoción.

Los palcos en 1890, sólo junto al Ayuntamiento. En el resto de la plaza, sillas. Palio de la Virgen del Mayor Dolor

En el siglo XIX se usaron sillas que pronto necesitaron una estructura, efímera como no, para aumentar capacidad y visibilidad: los palcos, a la manera de un teatro al aire libre instalado por unos pocos días. Desde entonces los palcos cumplían el fin no sólo de facilitar la contemplación de las cofradías a los visitantes (que ocupaban sobre todo las sillas delante de la acera de la Audiencia y la calle Chicarreros) sino de posibilitar a las familias sevillanas que se sentaban en los palcos en la acera del Ayuntamiento el ser vistos por unos y otros. Era comprensible en una sociedad volcada ante todo en las apariencias y que tenía pocas oportunidades de que se viesen sus estrenos de indumentarias y de que se conociesen sus relaciones sociales.

Esta mentalidad, más o menos subyacente, ha llegado prácticamente hasta nuestros días y en los años 60 del siglo XX estaba muy viva y vigente. Así, cuando los niños éramos ya algo más mayorcitos, desde los diez o doce años, teníamos que “pasar por el aro” de sentarnos en los palcos, portarnos muy bien, calladitos y sin estorbar, y ser muy educados con las amistades de la familia, que de esta forma estaba muy complacida. Por esto la frase que titula este artículo era muy repetida por los niños cuando nos decían que nos llevaban a los palcos.

Eran todos palcos familiares, como entonces también las casetas de la Feria; no existía o por lo menos no era lo común y “bien visto” que se usasen por empresas, aunque ya algunas familias “prestaban” sus palcos y sus casetas.

Renovando o comprando abonos para los palcos. Foto: Archivo Gelán, ICAS

Los palcos significaban, como hoy, la imagen del preludio de la Semana Santa, pero en esos años 60 se tardaba una eternidad en la instalación o construcción, por muy efímera que fuese. Esas “vísperas” eran mucho más largas que hoy día, lo que no era malo pues los sevillanos somos gente de vísperas.

Para entrar en los palcos había una especie de carnet rodeado de cupones, uno por cada día de Semana Santa; pero la cosa no era muy estricta y, los niños sobre todo, íbamos de un palco a otro, a un breve “mandao”, a ver al abuelo que tomaba su café en el Laredo, incluso a casa de amigos que vivían cerca, etc. De ese carnet yo no entendía uno de los detalles en el precio denominado “auxilio de invierno”, creí durante años que era una especie de seguro para los resfriados que pillábamos por el frio que se sufría en los palcos. Y menos aun comprendía el llamado “Pro menores” ¿qué relación tendría conmigo o mi familia…? ¿Era la cantidad que pagaban para yo fuese al palco? ¡A lo mejor era que les hacían un descuento a los niños!.

Carnet de acceso a un palco, 1965

Y allá íbamos, a mi abuela le encantaba que el palco estuviese en la zona “de Sevilla” (y entrar a los palcos por el Ayuntamiento) como decía y no en “Triana” (la parte de la plaza que habían ocupado sillas en tiempos pasados), palcos de la otra orilla del rio que formaban las cofradías pasando entre ambas. Evidentemente no lo decía como algo peyorativo, simplemente era una denominación de localización, una forma de llamar a la zona de enfrente para entenderse rápidamente, como se ha hecho en Sevilla de forma tradicional.

Lo cierto es que los palcos eran algo muy incómodo. Estrechos, húmedos cuando llovía algo, sin sombra en muchos de ellos… Cuando pasaron algunos años y leí a Cervantes en su prólogo al Quijote y aquello de “donde toda incomodidad tiene su asiento” por la cárcel donde había ideado su novela, inmediatamente recordé la imagen de los palcos con mi abuela. Y además frio, mucho frio sobre todo en la Madrugá, pues aquel palco de mi infancia (aunque se entrase por el Ayuntamiento) estaba en la esquina del Arquillo y solía correr un vientecillo…. que hubiera echado abajo una pared de hierro.

Los palcos de la esquina del Arquillo. Foto: Artesacro

Y el aburrimiento era tremendo, considerando la edad que ya teníamos casi todos los niños que acudíamos a los palcos, casi siempre mayores que los críos que iban a la Campana. Yo sólo pensaba en que mi padre me dejara acompañarle, me moría de ganas de ver todo aquello que contaba cuando “paraba” unos momentos por el palco para acompañar a mi abuela y mi madre: las salidas, como había hecho una revirá un palio, el puente de Triana, esa saeta tan buena, aquella callecita tan estrecha… yo sólo veía nazarenos, paso, banda de música, nazarenos, paso, banda de música, nazarenos…. y así hasta lo que me parecía el infinito. Creo que me aficioné a la Semana Santa y me hice cofrade en la imaginación, a la manera de los místicos en su rincón de la taberna que describió Núñez de Herrera.

Sólo me compensaba el breve momento en el que veía a mi padre de nazareno, tan grande y tan alto que siempre lo reconocía, aunque por supuesto él no señalaba ni decía nada. Yo siempre pensaba: me gustaría ir con él, me gustaría seguir con él en la cofradía cuando ya no esté… aún no era muy consciente de que entonces las mujeres no podíamos compartir ese devenir de siglos en el que te sumerges cuando vistes la túnica de nazareno, ese rio casi eterno en el que te sientes uno con tus hermanos de hace cinco siglos, en el que te sientes unido fuera del tiempo en la oración a las Imágenes que acompañas. Pero a los pocos años, cuando mi padre me sacaba de los casilleros que eran los palcos, ya pensaba en que todo llegaría y yo también estaría en ese rio de nazarenos que pasaba entre los palcos.

Plaza de San Francisco, verdadera Plaza Mayor, que incluso estuvo porticada (antes del reinado de la piqueta, evidentemente) y que aún hoy en Semana Santa es como un microcosmos de la Ciudad: con una Sevilla, con una Triana, construidas de palcos y unidas por el rio de nazarenos del “tiempo sin tiempo” del niño cernudiano, “Et in arcadia ego”.

A mi gran amigo Mariano, con quien comparto el gusto por los recuerdos y las viejas fotos.

Reyes Pro Jiménez
Historiadora, bibliotecaria y archivera










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