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Que poquito queda. El reencuentro. Alberto De Faria Serrano


 Cualquier mañana de estas te atreverás a pasar revista al corazón del rito y a la piel inaprensible de la Carrera Oficial.   La cruzarás de punta a cabo tras la breve  y magistral lección que imparte Jesús desde la Cátedra de la Vida en su Capilla Universitaria para tranquilizar tu espíritu y comprobar eso que dicen que es cierto que estará todo a punto. O casi.  Y aunque  ya estabas al tanto de que habían empezado, al llegar a la Casa Noble rememorarás la vieja tradición de cuando tu abuelo te traía de la mano a ver escaparates y veías como tomaba forma el altar de cultos más expectante de todos. La priostía municipal se afanaba en preparar el Solemne Septenario a Su Semana Mayor entre herrajes, tubos y herramientas. 

Hay quién no deja de frotarse los ojos y sobresaltado por la agradable constatación puede que alargue la zancada hasta el almuerzo en casa con el único propósito de anunciar la buena nueva cuando quizás fuere él quien le espera otra semejante, de igual significado, pero de mayor trascendencia sentimental.

Por una vez impulsado por el optimismo pasas de largo ante el ascensor y subes de dos en dos las escaleras y hasta la doble vuelta de la cerradura se te hace eterna hasta jurar en arameo a la familia de la llave. Cuando al fin se abre, solo te pueda salir firme una o 2 frases para detenerte en seco y quedarte paralizado mirándola, extasiado ante su contemplación. Un súbito escalofrió te recorre el cuerpo y en un abrir y cerrar de ojos se agolpan ante ti infinitud de recuerdos de la infancia cuando alcanzas a comprobar su tacto único, intransferible. El cosquilleo que sucede al pasar la mano por su superficie  te sumerge en el caudal de tu propio altar de vivencias familiar e íntimo y cae sobre ti el peso de todas las Semanas Santas de tu existencia. Colgada de la percha comparece como el pregón silencioso más emocionante y vivo al que podamos asistir y el hogar se  inunda de  una desbordante luz y alegría. 

Al pasar la yema de los dedos por la tersura de la capa de merino o la adustez del ruan, como si no nos lo creyéramos, revives la añoranza de aquella madre, padre o abuel@ que ya se fue y ya no podrás contárselo, pero sabes que estará allí contigo el día de vestirla como camarer@ privilegiad@ de tu tarde más esperada. A la maniática maniobra de calcular la apertura de los ojales del antifaz se sucede la de estirarle la punta para cotejar la distancia a la que estás de ti mismo. Y la confirmaras cuando aprecies la desgastada decoloración en la tonalidad del cíngulo o del mimbre del esparto.

Día  a día puede que repases el mismo ritual. Que en cada encuentro con ella mantengas una inconsciente confesión indescifrable para el entendimiento si quiera de los que te acompañen. Que con la caída de las hojas del calendario extremes los mimos y el cuidado de su pulcritud con que salieron de la plancha de tu hermana o de tu señora o de ti mismo  y cada vez su tacto te ofrezca más intensas sensaciones. Conocidas y expectantes sí, pero siempre renovadas y más intensas con el paso de las Cuaresmas. Hábito de la Gloria ya sea basílica de merino o celda de ruan, la espera adquiere otra acelerada dimensión desde que está erigida en el altar íntimo de nuestra casa Todo tiene un aire y un sabor distinto. Ya es primavera en casa. Que poquito queda.

Foto: Juan Alberto García Acevedo










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