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Eucaristía de Acción de Gracias por el Pontificado de Benedicto XVI


Arte Sacro. Sevilla, tal y como pasara hace justo una semana con la celebración del vía crucis de la Fe, respondió a la llamada de la Archidiócesis de Sevilla para asistir, en este caso, a la eucaristía por el Pontificado de Benedicto XVI. Junto a los numerosos sevillanos, estuvieron también presentes párrocos, canónigos, y numerosas autoridades incluido el alcalde de la ciudad, Juan Ignacio Zoido. Por parte del Consejo de Cofradías estuvieron presentes el secretario Carlos López Bravo y el delegado de Glorias, Eduardo Carrera. Durante todo momento el arzobispo de Sevilla tuvo palabras de elogio y muy cariñosas al trabajo llevado a cabo durante estos años por Benedicto XVI. La misa finalizó con un aplauso para Benedicto XVI pedido por el propio Asenjo "pues aunque no soy partidario de los aplausos en este tipo de actos, creo que Benedicto XVI se lo merece", concluyó el prelado.

A continuacón reproducimos la Homilia pronunciada por el Arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo Pelegrina, durante la eucaristía celebrada ayer, segundo domingo de Cuaresma, en la Catedral de Sevilla, con motivo de la acción de gracias por el Pontificado de Benedicto XVI.

 Iniciamos hoy la segunda semana de Cuaresma. En ella, la Iglesia nos invita a subir a Jerusalén para vivir con el Señor su Misterio Pascual, su pasión, muerte y resurrección. El Evangelio de este domingo representa la segunda etapa de esa subida, la transfiguración de Jesús en el monte Tabor y, con ella, la teofanía maravillosa en la que el Padre manifiesta la mesianidad y divinidad de su Hijo bienamado, que es tanto como decir la verdad más profunda de Jesús. En el Tabor, los Apóstoles entienden que no están siguiendo a uno de tantos maestros como en tiempos de Jesús abundaban en Palestina, o a un visionario más con promesas atrayentes. Es Dios mismo quien habla por boca de su Hijo; es Dios mismo quien resplandece radiante, en la persona, las palabras y los signos de Jesús. En el Tabor el Padre nos revela también a nosotros la verdad de Jesús, su misterio, su identidad más profunda, su divinidad, la belleza de su rostro y el atractivo de su doctrina, que provoca en nosotros la fe, nos invita al seguimiento y sostiene nuestra fidelidad, que en estos días de Cuaresma estamos llamados a purificar y fortalecer a través del desierto y el silencio, la oración más prolongada, la mortificación, el ayuno y la limosna.

 Sin abandonar este clima de Cuaresma, en esta Eucaristía  damos gracias a Dios por el pontificado del Papa Benedicto XVI, que el pasado día 11 de febrero, en un gesto insólito en la historia de la Iglesia, nos anunciaba su renuncia al ministerio de Supremo Pastor. No niego que la sorpresa y la pena se dibujó en nuestro rostro en esa mañana y que un cierto sentimiento de orfandad hizo presa de nuestro corazón. Muchos de nosotros hemos recordado en estos días la alegría con que acogimos su elección. A la caída de la tarde del martes 19 de abril de 2005, después de un cónclave excepcionalmente corto, Dios nuestro Señor nos concedía un nuevo Padre y Pastor, que se presentaba ante nosotros como un "sencillo y humilde trabajador de la viña del Señor", como un "débil siervo de Dios, que ha de asumir un cometido inaudito que supera toda capacidad humana". Su figura, bien conocida por sus largos servicios a la Sede Apostólica, fue recibida con gozo y esperanza por los hijos de la Iglesia, aquellos que se encontraban en aquellos momentos en San Pedro, la plaza mayor de la cristiandad, y quienes contemplábamos el acontecimiento  a través de la televisión.

 En los días siguientes, la biografía del Papa se nos fue haciendo familiar. Conocimos sus orígenes sencillos, la religiosidad de su familia, su humildad, bondad, afabilidad y alegría sobrenatural; su finura humana y religiosa, su vida austera, su extraordinaria inteligencia, su excelente preparación intelectual, sus trabajos teológicos sobresalientes, su conocimiento excepcional de la cultura actual y de la vida eclesial. Conocimos también su recia vida interior, su amor a Jesucristo y su entrega incondicional a la Iglesia, primero en el quehacer teológico y luego desde el ministerio episcopal, durante unos años como Arzobispo de Múnich, y después como colaborador cercano de Juan Pablo II en su tarea insoslayable de confirmar a sus hermanos en la fe. Frente a no pocas apreciaciones precipitadas y ligeras como se escucharon entonces, una personalidad no creyente, pero con una especial sensibilidad para conocer la verdad y hondura de las personas, me confesó en aquellos días: "los católicos no podéis dudar de que estáis en buenas manos".

No podía ser de otra manera, porque era el Espíritu Santo quien lo eligió y nos lo enviaba. Después vendrían sus viajes apostólicos, tres de ellos a España, incluyendo la inolvidable Jornada Mundial de la Juventud de Madrid 2011, sus luminosas encíclicas, el riquísimo acervo de sus catequesis y homilías, de tanta riqueza doctrinal y belleza literaria; su servicio  a la santidad de la Iglesia y del sacerdocio con decisiones llenas de valentía; su trabajo incansable a favor del ecumenismo y de la restauración de la unidad en el seno de la Iglesia; su servicio a la verdad revelada, protegiendo la fe del pueblo sencillo de adulteraciones o ambigüedades; y todo ello en medio de las grandes dificultades y tormentas que han rodeado su gobierno pastoral.

 A lo largo de su pontificado, el Papa Benedicto ha ido haciendo un análisis extraordinariamente lúcido del mundo actual, un mundo autosuficiente y orgulloso de sus avances técnicos, un mundo que ha alumbrado una antropología sin Dios y sin Cristo, considerando al hombre como el centro y medida de todas las cosas, entronizándole falsamente en el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que crea a Dios, sino Dios quien crea al hombre. Para una parte notable de la cultura moderna, la sumisión a Dios entraña una alienación intolerable. Por ello, la cultura occidental, ensimismada y cerrada a la trascendencia, en buena medida ha renunciado a la adoración y reconocimiento de la soberanía de Dios y, como consecuencia, ha perdido el sentido del pecado y de los valores permanentes y fundantes.

En estos años de fuerte ofensiva laicista, el Papa Benedicto nos ha predicado lo esencial: la primacía de Dios, que sólo Dios es Dios, que no puede ser sustituido por sucedáneos. Nos ha dicho además que la búsqueda de Dios, al que se puede llegar también a través de la razón, es el único camino de felicidad y plenitud. Nos ha recordado reiteradamente que si Dios “es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría, [pues] «sin el Creador la criatura se diluye»” (GS 36). Nos ha dicho también que “la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza”.

No pocos han subrayado en estos días el cristocentrismo del Magisterio del Papa Benedicto, que rompiendo tradiciones seculares, ha publicado en tres volúmenes, escritos a lo largo de estos años, una  biografía de Jesús, que ha sido juzgada como un hito en la cristología de los comienzos del siglo XXI. Sus páginas rezuman amor ardiente a Jesucristo, razón de la vida del Papa, cuyo ministerio se inauguraba con estas palabras emblemáticas: “¡No tengáis miedo de Cristo!... Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la vida verdadera”. Él nos dijo también en la inauguración de la Asamblea del CELAM en Aparecida (Brasil) que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”.

Benedicto XVI nos ha alentado en este Año de la Fe a renovar y fortalecer nuestra fe en Jesucristo, y a robustecer nuestro testimonio ante el mundo de que Él sigue siendo el único salvador, la única fuente de sentido y esperanza para el mundo y nuestra única posible plenitud. Anunciar a Jesucristo, nos ha dicho el Papa, “debe ser para nosotros un compromiso impostergable y primario”. Ha afirmado también que “Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás”. Nos ha dicho, por fin, que cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4,12)”.  

 Nos reunimos en esta tarde en torno al altar de Dios en nuestra iglesia catedral, madre y cabeza de todas las iglesias de la Archidiócesis, para asumir personal y comunitariamente este legado precioso que Benedicto XVI nos deja; para manifestar con nuestra presencia el amor, cariño y gratitud al Santo Padre; y para dar gracias a Dios por el pontificado excepcional que concluye el próximo días 28. Le damos gracias por todos los dones que la Iglesia ha recibido a través del que ha sido para nosotros la roca que confiere unidad al edificio de la Iglesia, el clavijero que ata y desata, el Vicario de Cristo, el “dulce Cristo en la tierra”, como le llamara Santa Catalina de Siena, signo vivo y visible de la presencia invisible de Jesús que guía a la Iglesia y nos conduce hacia la casa del Padre. Damos gracias a Dios por el ministerio petrino, gracias al cual, como si fuéramos contemporáneos suyos, nos vinculamos con Pedro, con su palabra y con su testimonio, y a través de Pedro con Jesús, como si formáramos parte de la primera comunidad cristiana presidida por el Señor.

En esta Eucaristía le pedimos fervorosamente que la bendición del Padre, la compañía de Jesús y la fortaleza del Espíritu Santo acompañen al Papa Benedicto en su nuevo ministerio de ocultamiento y de plegaria. Que le acompañe también nuestro amor agradecido y nuestra oración para que el Señor mantenga siempre firme su esperanza y su alegría. Tenemos muy presente en esta Eucaristía al Colegio Cardenalicio, que en unos días iniciará el cónclave, para que sea dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo y elija al Papa según el corazón de Dios, que la Iglesia y el mundo necesitan en esta hora crucial. Así sea.        

 

 

Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla

Fotos: Miguel Ángel Osuna.










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