Arte Sacro
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A través del antifaz. El Vía Crucis de ayer y de hoy. Alberto De Faria Serrano


El período de la Cuaresma propicia la práctica piadosa del Vía Crucis. Es una manera muy fructífera de preparar el alma, día tras día, semana tras semana, al encuentro con el Divino Paciente en la trágica -y gloriosa- Semana santa. Cada estación de las catorce de que se compone actualmente el Vía Crucis golpea, como un grito potente, nuestra conciencia de cristianos que «con temor y temblor», pero también confiadamente, caminamos, con nuestros pecados a cuestas, hacia el Gólgota redentor, y hacia la casa del Padre. 

 Pero para ello, hay que comportarse y en Sevilla  definitivamente,  se ha desproporcionado la compostura; Se ha desviado el modo de vivir el rito más solemne del Señor en la calle antes de la Semana Santa; ´lejos de aquellos y recogidos cultos en los que  un puñado de personas conseguían absorber la curiosidad y el bullicio por donde pasaban y las imágenes irradiaban ese poder telúrico de conmoción y trasformación, se han frivolizado y desmesurado las formas y las actitudes. Y no solo por los curiosos o los que se acercan al acto externo como mero y simple goce estético o cultural. O como elemental capricho de  respirar un poquito de tres reyes o vainilla. Aquí en Tierra de María Santísima, el esnobismo pseudocofrade que nos acecha, más que  engrandecer y acrecentar la relevancia del  acontecimiento y acompañarlo en silencio y  con respeto,  ha terminado por convertir el litúrgico evento en una reunión tertuliana con los amigotes de turno donde ponerse al día de todos los chascarrillos y dimes y diretes de las redes sociales o de lo que se comenta en la prensa morada del día. 

  El Vía Crucis es recuerdo, memoria histórica, enlace amoroso con aquel primero que, desde el pretorio del gobernador romano hasta el monte Calvario, recorrió Jesús de Nazaret, nuestro Camino y nuestro Salvador. Fue, por ello, en Jerusalén donde los cristianos, ya desde los siglos IV y V, quisieron acompañar a Jesús siguiendo sus pasos.

El Vía Crucis es, o debería ser, memoria colectiva, pero también contemplación del rostro doliente del Señor. Los cristianos en el vía crucis fijamos o deberíamos fijar, los ojos en el «varón de dolores, avezado al sufrimiento». En él, pausada y recogidamente, contemplamos el «rostro» del pecado y, juntamente, el «rostro» de la misericordia y de la salvación. Contemplamos, o deberíamos contemplar un cuerpo ensangrentado, que con su sangre lava nuestra iniquidad y nuestra «locura».  Si nuestra intención es participar en él, deberíamos asumir que ni podemos hablar con el del lado ni gestualizar en ningún modo ni presenciarlo aunque sea fugazmente, con un botellín en la mano. 

  Deberíamos contemplar una corona de espinas, que sacude nuestros pensamientos frívolos; nuestros sentimientos de indiferencia, nuestras intenciones torcidas, nuestros deseos abominables, nuestros desvergonzados anhelos y añoranzas, y en algunos casos, los que lo hacen se ven ensombrecidos por murmullos frívolos, gestos de indiferencia, e inconscientes o involuntarias  intenciones de perturbarlo. 

  Deberíamos contemplar  unas manos y unos pies clavados al madero de la esclavitud y de la ignominia, para enseñarnos a todos la medida suprema de la obediencia filial y del abandono infinito. Y los primeros que nos abandonan son los que querían llenar y democratizar ilimitadamente el acto, con una conducta inapropiada, desnaturalizada de la más mínima consideración social y desprovista de la más mínima formalidad cristiana  y cofrade. 

  Deberíamos contemplar unos brazos abiertos, para abrazarnos nosotros, con él, todo dolor y todo sacrificio en bien de nuestros hermanos y el dolor de quebradero de cabeza lo dan  a la hermandad los que lo viven como si de un ensayo de costaleros se tratara.

Deberíamos contemplar  una cabeza inclinada hacia la tierra, para decir a los hombres que su muerte será bendición para la humanidad entera, que quiere ser recordado así por los siglos: mirando amorosamente al mundo que lo ha crucificado; y seguimos turnándonos para seguir crucificándolo con el desprecio a nuestras propias reglas, a nuestros propios juramentos,  a nuestra propia identidad y a nuestra propia y reciente historia de las Hermandades y Cofradías. 

  Por supuesto que hay excepciones y aun hay un puñado, cada vez menos, de Vía Crucis en los que se mantiene más o menos intacta la esencia necesaria no ya en el rezo de las estaciones, que no todos los congregantes, lleven medalla o no, pueden tener conocimiento de las mismas y de los ritos litúrgicos,  sino en el modo general de comportamiento, caracterizado por un descenso acusado de valores sólidos cristianos en algunos de ellos  y que se está percibiendo en los que  estamos celebrando durante estos días hasta al fin de la Cuaresma. 

 Como la de esta noche, a treinta cuatro  para que la turbulenta y agónica Mirada Expirante inyecte la refulgente Luna de Nissan.

Foto: Mariano Ruesga Osuna










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