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Devociones antiguas y lucha contra la exclusión. Alberto Gómez Cid


Con la vista puesta en el recorrido que el Señor realizará en el otoño de este próximo año 2020 por algunos de los barrios que ya visitara en 1965, he recuperado algunas ideas plasmadas en la Memoria anual que Caritas Diocesana presentó en la última festividad del Corpus Christi.

En la misma se afirmaba que “la desigualdad se está enquistando en nuestra sociedad”, y que “esta persistencia material de la fractura económica y social se corresponde con una creciente “naturalización” y normalización sociocultural de los procesos de empobrecimiento, precarización y exclusión social.”

Y volvía a recordar que “se pone de manifiesto cómo la pobreza y la exclusión social se manifiestan de forma especial en determinados barrios, donde las condiciones de extrema pobreza se han agravado en los últimos años.”

Si nos hacemos eco de la definición que hace Beatriz Rodríguez-Viña, del Movimiento ATD-Cuarto Mundo, por Cuarto Mundo entenderíamos "las personas, grupos o comunidades que residen en extrema pobreza en los suburbios de las grandes ciudades y que, generación tras generación, se ven excluidos de los derechos fundamentales de los que goza el resto de la sociedad, de los progresos sociales y de la participación en la vida asociativa, política, religiosa, cultural, sindical... de sus sociedades. No se cuenta con ellos como interlocutores sino, como mucho, como meros beneficiarios de ayudas.” Este término Cuarto Mundo fue acuñado en los años setenta por el sacerdote francés Joseph Wresinski (“no es alimento o vestidos lo que necesitan estas personas, sino dignidad, no depender de la buena voluntad de otros”).

Al hilo de lo expuesto anteriormente, me atrevo a hacer la siguiente reflexión sobre la relación entre Devoción, las nuevas imágenes y cofradías surgidas en los últimos 35/40 años y la situación de exclusión continuada de muchos vecinos de nuestra ciudad.

Nuestra celebración de la Semana Santa se basa esencialmente en la Devoción, en la relación directa y personal mediante la Oración con las Imágenes, ya sea en sus iglesias o capillas, en las fotos que de ellas solemos llevar encima, o en los azulejos o fotografías desde donde les rezamos en nuestras casas, en las calles o en nuestros puestos de trabajo. Y fruto de esa Devoción, en nuestra vida de compromiso con los hermanos que sufren, siguiendo el camino señalado por el Evangelio.

Pero este concepto de Devoción, tal y como la vivimos y sentimos aquí, creo que está en cuestión actualmente, oculto, difuminado y suplantado por otros ropajes menos esenciales que la desvirtúan.

Pecando de pseudosociólogo y de pseudohistoriador, y pidiendo disculpas anticipadas por ello, creo que nos deberíamos replantear conceptos y planteamientos que damos por buenos por el mero hecho de que en otras épocas de la historia se produjeron situaciones que aparentemente nos pudieran parecer similares a las actuales.

Pero igual que hoy no aceptaríamos comportamientos de los nazarenos habituales en épocas pasadas, y reflejados entre otros en las obras de García Ramos, Martínez de León o Núñez de Herrera, deberíamos plantearnos si nos pueden seguir sirviendo modelos, en relación con la fundación de hermandades en torno a nuevas imágenes, de hace noventa o sesenta años y darlos por válidos sin más en un contexto y en un entorno social totalmente diferente al de entonces (sobre todo desde que la sociedad cambió radicalmente a partir de los años 50/60, consecuencia de fenómenos como el aumento de la demografía, el  desarrollismo y la aparición de los nuevos medios de comunicación de masas, que tuvieron su reflejo en la Iglesia con la celebración del Concilio Vaticano II).

Hay una fecha concreta que señala en Sevilla el punto de inflexión para explicar este fenómeno del que estamos hablando, el 25 de noviembre de 1961, el día que se produjo la riada del Tamarguillo. Ese hecho concreto es el exponente local y dramático de un cambio del modo de vida que ya se venía produciendo en el resto de España y en gran parte del mundo occidental desde los años 50, por el cual la mayoría de la población se fue separando abruptamente y para siempre de las formas tradicionales de vida, y, de manera más evidente, incluso físicamente del entorno histórico de las ciudades. Ese día comenzó en nuestra ciudad la diáspora a los nuevos barrios creados como consecuencia de aquella riada, y con ello la ruptura de una manera de vivir en la que se incluía la relación devocional de vecindad con las Imágenes.

A partir de entonces, años 60/70, ya no es la pertenencia a un barrio y la cercanía física a las Imágenes lo que marca nuestra devoción, porque la mayoría de los hermanos empezaron a vivir muy alejados de las sedes de sus hermandades.

Esos vecinos que a partir de entonces tuvieron que dejar el centro (en sentido amplio) seguro que tenían sus referentes devocionales en San Lorenzo, en San Gil, en los barrios populares de intramuros, en Triana, en San Bernardo, en la Ronda histórica, en la Calzada…y puede que desde entonces se sintieran desamparados, alejados física y emocionalmente de sus Imágenes, y abandonados por sus propias hermandes, que no supieron valorar en su justa medida, ni entonces ni ahora, la fractura vital y social que suponía todo lo que estaba pasando.

Por la razón antes comentada de trasladar modelos de otras épocas a la vida actual, desde los años 80 se empieza a repetir como un mantra que todos los barrios "tienen derecho" a tener su propia cofradía, porque es una forma de mantener las tradiciones y porque suponen un ejercicio de reafirmación e identificación colectiva ante el resto de la ciudad de aquellos vecinos que viven alejados, no tanto geográfica como socialmente, del centro.

Pero esa fundación de cofradías basadas en el binomio devoción-barrio, que se había consolidado desde la resurrección de la Semana Santa de finales del siglo XIX y principios del XX, quizás tuvo sus últimos exponentes con devociones hondas y auténticas como la del Sagrado Corazón de Jesús de Nervión (1944), la de la Virgen de la Salud de San Gonzalo (1944), la de los Dolores del Cerro del Águila (1955) o la del Cautivo de Santa Genoveva (1957).

El que después de ese tiempo se hayan seguido creando tantas nuevas cofradías, aunque comprensible en muchos aspectos sobre todo en aquellos barrios en los que la vida diaria es difícil, no deja de ser el reflejo de un fracaso urbanístico, el fracaso de toda la ciudad por incorporar (en todos los ámbitos, no sólo en el cofradiero) a todos esos vecinos de los barrios de más allá de la Ronda del Tamarguillo (el arroyo los echó del centro, y el arroyo de alguna manera los sigue separando).

Al igual que la fundación en su día de las hermandades de Los Negritos y de Los Gitanos no fue producto de la integración social de esas etnias, sino todo lo contrario, el fenómeno de las cofradías de los nuevos barrios también se puede entender como la falta de integración real en la ciudad histórica de sus habitantes, que ha trasladado al mundo de la Semana Santa un problema social de mucha mayor trascendencia, el de la realidad de dos ciudades distintas, que atañe a la convivencia de todos sus habitantes, no sólo al mundo de las cofradías, y que se lleva planteando desde hace mucho como una batalla entre la "nueva" Sevilla y la Sevilla "de siempre".

A esta explicación ayuda además el hecho de que haya una gran mayoría de cofrades que manifiestan estar a favor de que esos barrios tengan sus cofradías, pero quedándose en sus calles y sin venir a la Catedral, en una especie de "apartheid cofradiero" por el cual dejamos que existan pero que no vengan a molestarnos y a invadir nuestro espacio (igual que en siglos pasados con Los Negritos y Los Gitanos).

Y por eso puede que haya llegado el momento de reflexionar y plantearnos este debate sobre la evolución de la Semana Santa en los últimos cincuenta años y su relación con la ciudad y con el conjunto de sus habitantes.

Lo que va escrito en estas líneas quizás sea más complicado para todos que el cerrar los ojos y aceptar como natural el proceso de creación de todas estas nuevas cofradías.

Lo que se propone aquí es trasladar a las parroquias de los barrios la realidad de los azulejos, los cuadros, las fotos ante las que los vecinos que viven y trabajan allí rezan, se alegran y lloran, los azulejos y las fotos que presiden sus vidas desde las salitas y dormitorios de sus casas, las fotos que llevan en sus carteras, que inundan las tiendas, los puestos de los mercados, los bares, sus puestos de trabajo...

Lo que aquí se plantea es que no se funden más hermandades en torno a imágenes nuevas, y que las se acaben fundando lo hagan venerando azulejos, cuadros o fotos del Señor, de la Esperanza, del Cachorro, del Cristo o del Señor de la Salud, del Cautivo, de la Virgen de los Dolores..., hermandades que, copiando el modelo de las del Rocío, se convirtieran en filiales de ellas, para que así las devociones históricas pudieran ser el vehículo que posibilitase hacer visibles a los habitantes de esos barrios para el resto de la ciudad, el nexo de unión que nos permitiera superar la indiferencia que provocan en nosotros sus gravísimos problemas, y el vínculo afectivo y material que los acabaran integrando en la vida cotidiana del resto de la ciudad.

Las hermandades “de siempre”, sobre todo las de mayor tirón devocional y popular, deberían tener presencia continuada, y no sólo benéfico-asistencial, en esos barrios, donde viven la mayoría de sus hermanos.

Podría plantearse ¿por qué no? trasladar a ellos la celebración de algunos de los innumerables actos que tienen lugar a lo largo del año.

Que las hermandades sacramentales históricas llevaran allí sus procesiones de impedidos, porque a lo mejor tenemos que hacer más presente a Dios en la fealdad de esas calles con vida antes que en la belleza triste y deshabitada del centro.

Que las hermandades penitenciales o de gloria llevaran a esos barrios, a esas parroquias, sus Imágenes para que presidieran desde allí sus Vía Crucis de Cuaresma y sus Rosarios de la Aurora.

Lo más seguro es que esté equivocado en todo el planteamiento de este artículo, pero a lo mejor merecería la pena el promover algún ámbito de estudio sobre este fenómeno descrito, porque está en juego la Semana Santa, o al menos la basada en las devociones históricas, y sobre todo porque es el reflejo de muchos aspectos de la vida diaria de unos vecinos que no deberían seguir separados por mucho más tiempo viviendo la historia de dos ciudades distintas.

Alberto Gómez Cid

Foto: Azulejo Parroquia Santa Teresa (retabloceramico.net)










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