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Una singular obra de Salvador Bartolozzi. El Cartel de la Feria de Sevilla de 1922.


José Fernando Gabardón de la Banda. La singularidad de la obra de un artista no está solo en la concepción innovadora de su proceso creativo, ni siquiera en la proyección que ha dejado su obra en el ámbito de sus contemporáneos o de sus propios discípulos, sino en la frescura de su propia esencia, no haber sido azotado por el paso del tiempo. No cabe duda que hay un amplio número de casos en la historia del arte que fueron elogiado por la crítica del momento y no tuvieron cabida en momentos posteriores, incluso la obra la llevaron a considerar caduca y obsoleta. Los gustos estéticos de una época pueden catapultar a un artista en un instante de la historia, y ser ignorado en generaciones posteriores. y viceversa, del baúl de los recuerdos pueden sorprendernos auténticas obras de arte, que se desempolvan de las telarañas que lo tenían envuelto, habiéndose quedado muchas generaciones sin poder admirarlo.

Al desempolvar algunas de estas obras, descubrimos nuevas esferas de creatividad, que nos había impedido constatar un momento determinado de la evolución estilística de una época determinada. Las obras rescatadas se regeneran, vuelven a adquirir presencia, se recuperan para los ojos de nuevos espectadores, que aunque no comprendida en su tiempo, lo admiran con una nueva percepción visual. La obra ignorada vuelve a revivir, a tomar conciencia de su impronta, y muchas veces en ese rescate, se descubre su frescura, su inmediatez.

Su rescate del tiempo llega a dar brío sin saberlo a los propios artistas que lo contemplan, e incluso concebirlo en un verdadero modelo de sus propias obras. Y es que como si el tiempo al pasar no hubiera impregnado a estas obras, su rescate del tiempo ha sido una instantánea, ya que no ha perdido en ningún momento la identidad de su obra. Y es que estas obras son como objetos de recuerdos que guardamos en un armario y se pierden en la memoria, no le damos importancia, ni vitalidad, y en un momento determinado, la redescubrimos, y siguen ahí sin perder su identidad.

Nos damos cuenta que no son meros recuerdos, sino que producen un revulsivo en el interior de nuestra propia alma. Quizás la singularidad del objeto encontrado es lo que da constancia, su plenitud en sí mismo, que ha sabido aguantar el paso del tiempo vivido. Y es algunas obras del arte son como aquellos objetos que encerramos en un armario, y en un momento determinado la descubrimos, sin causa específica, tal es su prestancia. Su propia singularidad es lo que lo define. No cabe duda en la obra de Salvador Bartolozzi puede que encontremos algo especial en su obra, especialmente en su cartel de la Feria de 1922, que nos dejó a la ciudad de Sevilla, un excepcional ilustrador reconocido internacionalmente, quizás olvidado en el armario de nuestra alma colectiva, sin saber la prestancia y lozanía que impregno a la propia esencia de la fiesta. 

Y es que podemos afirmar que en su obra sigue primando ese aroma de la singularidad compositiva que convierte a Bartolozzi en uno de los artistas más prolíficos de los primeros decenios del siglo XX. Uno de esos creadores, que llenan en sí mismo toda una época, y es que su extensa obra sigo produciendo en las generaciones actuales ese efecto de sorpresa, de frescura en las múltiples exposiciones y trabajos de investigación que se sigue realizando en torno a su figura.

Es posible que en Sevilla nos dejara una de esas creaciones que en algún momento se diluye en la amplia nómina de sus obras, como es el cartel de las fiestas primaverales de 1922, aunque, sin embargo, casi un siglo después de su creación, sigue teniendo un sentido de modernidad que replantea la evolución de la propia cartelería hispalense de los primeros decenios del siglo XX. Lo que lo subraya aún más que el cartel es una de las obras de plenitud más valorada de un artista ya consagrado.

Nació en Madrid el 6 de abril de 1852, el hijo mayor al que le siguieron Benito, Paquita y Carlos, del matrimonio formado por Lucas Bartolozzi, natural de Lucca, grabador y escultor y la española Obdulia Rubio. En la calle Campomanes de Madrid, su padre había abierto una humilde tienda de figurillas de escayolas, después de haber sido vendedor ambulante, naciendo allí precisamente nuestro artista, trasladándose posteriormente a una portería de la calle Claudio Coello, donde pudieron asistir a la Escuela Municipal. En estos años la penuria económica en que vivían le hicieron estragos, como el mismo cuenta en unas notas autobiográficas, en la que recuerda con amargura estos primeros años de la infancia, que lo recordaba como una pesadilla ensombrecido por la miseria, aunque se fue formando al mismo tiempo su propio proceso intelectual al ser un lector autodidacta.

Esta situación no obstante iría cambiando lentamente cuando su padre consigue el puesto de jefe de taller de vaciado y reproducciones de la escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Y en el propio taller encontraría su hijo Salvador junto con su hermano Benito, los primeros caminos en su carrera artística, ya que ayudaron a su padre en las tareas del oficio. Su hermano Benito más tarde emprendería su camino como escultor, consiguiendo cierto éxito por la crítica artística. Y el adolescente de catorce años, dotado ya de un dominio del dibujo, de la escultura e incluso algunos trazos de la arquitectura, publica su primer dibujo en la revista Nuevo Mundo, una preciosa ilustración que ya despertaba la genialidad de su arte.

Con diecinueve años, en 1901 marcharía a París, en compañía del fotógrafo Ricardo Tejedor, aunque agotado el dinero que tenían Tejedor se volvería para España, mientras que como muchos artistas noveles de la época, Bartolozzi emprendería su camino en tierras extranjeras. Y comienza a residir en la Butte de Montmartre, un lugar mítico de la bohemia parisina, intentando vivir de sus dibujos, aunque muy pronto descubre un peculiar grupo, los llamados ambientes apaches de los fauburgs del extrarradio parisino, dedicado a la extrema violencia, incluso dominando por su extrema crueldad algunos barrios de París, llegando a organizar batallas campales en el propio centro, una turba de degenerados en la sociedad burguesa y ampulosa de principio de siglo.

Como así narra su biógrafo Antonio Espina, vivió una etapa turbia, una vez en penuria, lo que le obligó a realizar algunos trabajos ocupacionales de ayudante de fotógrafo, iluminador, pintor de lo que saliese e incluso un amor exhaustivo, la Valentie. En esta etapa dejaría ya constancia de su obra, que algunos críticos como Gómez de la Serna, le llegarían a calificar como el Toulouse español. Los dibujos de estos personajes mostraban ya su singularidad, en la que se despejaba ya la identidad vanguardista que sus ilustraciones iban a representar.

Al mismo tiempo comienza a relacionarse con un grupo de artistas españoles de la talla de Capuz, Nonell, Moya del Pino, Rusiñol, Sancha, Anselmo Miguel Nieto, Manuel Machado o Ciges. Y lo más trascendental en su carrera parisina, Clovis Sagot, un crítico de artes descubriría sus dibujos, llegando a llamar la atención incluso a algunas revistas parisinas, como L´Art Décoratif, que lo van convirtiendo en un ilustrador de renombre en el ambiente parisino. De un artista bohemio, que recorría París con penuria económica, a la escala posicional en su condición social en muy pocos años.

Cuando parecía que ya había alcanzado la gloria artística, después de siete años de estancia en París, volvería a Madrid, en 1907, y se instalaría nuevamente en Madrid, siendo la causa su noviazgo con la bella andaluza Angustias Sánchez y la obtención de una plaza como profesor de dibujo, reincorporándose a los sótanos de la Academia de San Fernando, ayudando a su padre y a sus hermanos. Gracias a su éxito en la ciudad de París le abriría los círculos literarios y artísticos de Madrid, integrándose en 1908 en el Teatro de Alejandro Miquis, en la que va a iniciar su carrera como escenógrafo.

En estos años no le importaba tanto el éxito de su carrera artística, como mantener a los tres hijos que nacerían Francis, Mari y Rafael. El vínculo profesional más importante sería cuando empezaría a trabajar con la Editorial Callejas, una editorial que se hizo famosa por sus cuentos infantiles, por lo que su dueño, Saturnino Callejas innovo la producción, abaratando los precios y encargando a un gran número de artistas para que ilustrara los cuentos, pudiendo ser accedido por un gran número de niños, por lo que se hizo una excepcional función pedagógica, para la que Bartolozzi ilustraría obras de Emilio Salgari, el Padre Coloma y otras muchas.

Esta actividad profesional incluso le permitiría su propia independencia profesional, lo que incluso le llevaría a cambiarse de domicilio en varias ocasiones, de Castelló a la calle Alcalá, y de allí a Menéndez Pelayo, convirtiéndose en un verdadero burgués de aquella sociedad madrileña opulenta, llegando a estudiar sus hijos en el Instituto Libre de Enseñanza, e incluso sus hijas recibir clases de piano. Será el momento en que conozca a Ramón Gómez de la Serna, en el Café Universal donde se reúne una tertulia de intelectuales, y los salones de Rafael Calleja, que con el tiempo nacería el famoso grupo del Café el Pombo. Comenzaría a participar en algunas exposiciones como la del II Salón de Humoristas de la Sala Iturrioz, organizado por el crítico José Francés.

Se había convertido una vez más, al igual que había ocurrido en la escena parisina, en uno de los mejores ilustradores españoles de estos primeros años del siglo XX. Y quizás el mejor momento llegaría con la fundación con su amigo Ramón Gómez de la Serna en 1915 de la llamada tertulia del Pombo, centro de renovación cultural que no quedó desapercibido en el contexto de artistas y literatos.

Un cuadro firmado por José Gutiérrez Solana, hoy en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía dejaría inmortalizado al grupo en la que aparecería el propio Bartolozzi representado, junto a los demás miembros, el periodista Tomás Borrás (1891-1976),el crítico de arte Manuel Abril (1884-1943), el poeta José Bergamín (1895-1983), el pintor José Cabrero el propio Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), el poeta Mauricio Bacarisse (1895-1931), el propio pintor José Gutiérrez Solana (1886-1945), y el escritor Pedro Emilio Coll (1872-1947). Bartolozzi aparecía en primer plano mirando hacia el espectador, en la que mostraba al artista en su plenitud. 

Y sería en esta época cuando se va a ir fraguando una de sus facetas más creativa la del cartel, que se había ido convirtiendo una de las creaciones más sugerente de estos años, en la que el calado artístico en sí fue combinándose como emisor de propaganda de artículos de compras, lo que hizo nacer el cartel publicitario. Sería en 1916 cuando se celebraría el concurso anunciador del Jabón Heno de Pravia, convocado por la madrileña perfumería industrial Casa Gal, exponiéndose en el Círculo Artístico de Barcelona, siendo premiados los de Bartolozzi, junto a dos leyendas de la ilustración, Ribas y Penagos, entre los cuatrocientos setentas obras presentadas entre artistas nacionales y extranjeros.

La ilustración presentada por Bartolozzi ya anunciaba algunos de las referencias estilísticas que iba a repetir en el cartel de la Feria, en este caso una mujer con atuendo orientalista, sosteniendo en la mano un jabón. La ilustración se reprodujo en la revista la Esfera, en la que se acentuó la nota vibrante del manto amarillo en la que se envolvía a la figura femenina, recordando incluso a ilustraciones de las estampas japonesas, muy divulgadas entre los pintores del momento. La picardía del rostro, con el rostro marcado con líneas sensuales, con el rebosante peinado de una amplia cola que se revuelve, así como el propio posado de la mujer, le daría una soltura al icono femenino, convirtiéndola en una concepción muy común en sus composiciones.

La línea modernista que se entrevé en la composición impregno de una soltura estética a la obra de Bartolozzi, reviviendo su pasado de artista parisino. Volvería a repetir la misma concepción en el cartel anuncio del jabón Flores del Campo en 1916, que había sido fundada en 1914, hasta que en 1930 se incorporó a la Casa Gal. En esta ocasión representaría a una joven sentada en una postura sensual, sobre un excepcional manto oriental con dos farolillos que colgaban en uno de los lados.

Nuevamente el concepto modernista volvía a concebir la esencia del propio cartel, y algunas reminiscencias estilísticas de artistas parisinos. En el mismo año, en 1916, ganaría el concurso para la portada de la revista Blanco y Negro de Prensa Española, una de las grandes publicaciones que en estos años acogieron a grandes dibujantes y artistas, siendo publicada en marzo de 1917, a lo que se uniría el cartel anunciador de la Novela Semanal, una colección de la que comenzaría a realizar asiduamente sus portadas.

Sería ya en 1918 cuando conseguiría el triunfo final en la evolución de su cartelería, tras presentarse en el concurso convocado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, que llegó a convertirse en un galardón importante en la carrera de cualquier pintor. En la que ya el crítico del arte José Francés daba muestra de la importancia de ese certamen al señalar que el concurso anual del Círculo de Bellas Artes señala muy expresivamente la evolución del cartelismo español.

Presentado al concurso, no obtuvo ninguno de los tres premios, en esta ocasión, quedaría reproducido en la revista la Esfera, que con el título Carnaval, resaltaría su originalidad y distinciones peculiares. En esta ocasión mostraba una mujer en "contrapposto", con antifaz, con un rico traje propio del evento, muy propio de su estilo. En esta ocasión los ganadores fueron Federico Ribas, Carlos Verguer y Pascual Capuz, dejando atrás a un artista de la talla de Rafael Penagos.

Un año después, en 1919, conseguiría el primer premio, el correspondiente al Baile de Máscaras del Teatro Real, una peculiar representación de un figurante con escoba, en la que colgaba el emblema del Círculo consistente en una representación de la diosa Minerva, por lo que causó un gran escándalo, por lo que ni fue expuesto y ni siquiera reproducido en papel. La obra sería elogiada por José Francés, inspirado en el mundo de los muñecos de trapos, por lo que aparece uno de ellos portando a otro.

Y ya en 1920, conseguiría el segundo premio, en la que aparecía una pareja muy elegantemente vestida para asistir a un baile, al que se uniría un tercer premio en el concurso de 1923, en la que nuevamente volvería a utilizar el recurso de las muñecas bailando tras una cuerda de mano, una obra excepcional como un verdadero ilustrador.

Y por fin llegaría uno de los momentos más importante de su carrera artística, ser otorgado como ganador del concurso de 1921, en su segundo premio, convocado por el Ayuntamiento del cartel de las Fiestas de Primavera, Semana Santa y Feria en Sevilla. En enero de 1922 lo adquiere la Comisión de Fiestas y Festejos decide adquirir el cartel, con el lema Clavel, por dos mil quinientas pesetas de la época.

Se trataba de unas de esas obras singulares que se diluye en el tiempo, pero una vez resurgida descubre a su autor, al excepcional que ya había mostrado en su amplia carrera de ilustrador de carteles y portadas de libros. Una excepcional recreación de una mujer con peineta y mantilla, pero con una concepción compositiva que iba más allá de los prototipos clasicistas de la propia pintura sevillana, y en muchos casos propiamente española. La mirada que subyace en el retrato de la mujer coadyuve su acento personal, al igual que había utilizado en sus composiciones femeninas.

La disposición de la propia figura, en la que con una de las manos se coge el talle, y con la otra porta una rosa, entornando un talle perfectamente estilizado. En toques de colores que se dispersan por la calidad de la vestimenta que la envuelve, la propia mantilla ha sido sustituida.

A modo de telón, donde se proyecta su excepcional papel como escenógrafo, coloca una amplia mantilla, cubierta con un maravilloso friso de flores de intensos colores, al que caen los flequillos, concibiéndolo como si fuera un telón. No deja pasar su alusión a la Semana Santa, al colocarle un rosario en uno de los brazos, y la vela que coloca a modo del punto en la I de la denominación de Sevilla. A los que le añade en doble rótulo a los pies, Fiestas de Primavera de 1922. Semana Santa y Feria. En definitiva, una obra maestra de innovación compositiva, muy en la línea de la obra que había realizado hasta el momento. Un revulsivo de la cartelería sevillana, y porque no decirlo incluso en el ámbito nacional.

Cabe recoger aquí la crítica que apareció en el Imparcial,  en marzo con el título Sevilla y Bartolozzi, firmado por el gran crítico Ángel Vegue y Goldoni en la que se ensalzaba la obra singular que había realizado el artista: Tiempo ha que venimos recomendando a nuestros pintores que no pierdan de vista el sentido nacional en el arte del cartel, o en otros términos que se desentiendan de lo que por ahí priva por los dictados de la moda, ya que dentro de casa no han de faltarle temas interesantes para poner de relieve la personal inventiva. Salvador Bartolozzi ha sido de los primeros en comprenderlo (…) en España, los elementos típicos y pintorescos se prestan a modernas elaboraciones, el cartel de Bartolozzi es buena prueba de nuestra tesis ¿Cuántos modelos de mujeres andaluzas, con mantilla negra, se han pintado?

Y no obstante, al joven maestro, en lo que para lo demás era vulgaridad y repetición, ha encontrado un concepto original y una expresión nueva dentro de los recursos técnicos a su alcance. A continuación, elogia el papel de uno de los cartelistas más significativo del momento, junto con Rafael de Penagos y Federico Ribas, el grupo más saliente de los cultivadores del género que tiene Madrid. Su lápiz, ágil e inquieto, eliminador del detalle superfluo, construye con sencillez y firmeza para cabal distribución de tintas.

En el cártel, la silueta y las masas han de establecerse para la sustentación de las coloraciones. Bartolozzi los organiza contando desde luego con el acorde de paleta. Y por supuesto no dejaría de referirse con una dura crítica a los que no asumen lo innovador del cartel la censura a cargo de gente irritable ante todo lo que rebasa los límites del lugar común, quizás califique a Bartolozzi de extravagante y a nosotros de algo peor, por alabarle sin reserva en su visión de Sevilla. No importa. Sincero para con nosotros mismos guiamos el absoluto convencimiento de que defendemos una hermosa obra de arte, concebida en español y realizada con modernidad.

Incluso le añadía una mirada crítica a la tradición, aludiendo que habrá que reconocerse que la traducción decorativa de Sevilla por Salvador Bartolozzi es de las más felices. Ni la Giralda, ni la Torre del Oro, ni Triana, ni las procesiones, ni el ferial etc. Ninguna de las localizaciones acostumbradas se recogen aquí. Más el espectador adivina en el rostro de esta mujer el alma poética del pueblo. Un pelo negro, unos ojos de acerado brillo, un talle cimbreante, breve pie y manos diabólicas en el repiqueo de los palillos. Y concluía en la armonía que había concebido entre la tradición y la modernidad con el propio cartel Salvador Bartolozzi no se ha salido de su papel. Había que hacer un anuncio que sirviese a la vez para la Semana Santa y la Feria, los dos momentos más brillantes de la vida ciudadana.

La mujer, en ambos, es el obligado motivo-guía, y Bartolozzi, sin mostrarse de espalda a lo tradicional, ha podido organizar la página de su cartel (…). El crítico Alejandro del Noticiero Sevillano, publicaría el 22 de marzo de 1922, también alabaría el cartel, aludiendo que este cartel de Bartolozzi nos seduce y nos encanta: el contraste es grandioso. La brisa del río se va llevando la mantilla negra de Semana Santa, y en el fondo, todo de luz, florece la algarabía de los colores y las flores de un macetón.

Su carrera de creador no quedaría solamente en el cartel, ya que muy pronto dejaría una de sus famosas creaciones para la Editorial Callejas en 1925 el seminario infantil Pinocho, convirtiéndose en el personaje popular más conocido de España.

Sería en 1928 cuando abandonaría la Editorial Callejas, siguiendo la senda de ilustrador infantil, a lo que se uniría su carrera como escenógrafo, como fue el caso en su participación con Margarita Xirgu. Incluso participaría en el mundo del cine. A raíz de la guerra civil, Bartolozzi se marcha de España, y después de un periplo por varios países, entre los que se encontraría un reencuentro en la ciudad de París, se instalarían definitivamente en Méjico en 1941, gracias a su éxito que había obtenido con la serie de Pinocho. En 1950 moriría con sesenta y ocho años de edad. 

Una obra singular, un cartel, el de la Semana Santa y Feria de 1922, por uno de esos artistas que dejaron huella, Salvador Bartolozzi. Un artista sacado de ese armario de recuerdos, con uno de sus más excepcionales objetos, su propio cartel sevillano.

José Fernando Gabardón de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Recortes del cartel: May Perea

Este artículo se realizó el 27 de abril de 2020.










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