Arte Sacro
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La dulzura de vivir en Santa Ana. Moisés Ruz


Lunes de lluvia en Triana. Día de impermeables y paraguas en la San Jacinto peatonal. Velocidades vertiginosas de los ciudadanos en sus labores laborales para no sentir el agua fría de Sevilla. Y mientras el barrio respiraba bajo nubes de vahos, en aquel patio de vecinos, entre unas flores que buscan cobijo, ella despertaba a su nieto. Un desayuno de los de siempre, biberón y un trocito de la tostá de aceite que comía la abuela.

Las circunstancias exteriores divisaban una mañana tranquila y de zapping en la tele, bajo el calor de la estufa de aquella mesa camilla con patas como los zancos del misterio de la Carretería. Pero ella sabía que la historia de este lunes no terminaría así.

Por ello, cuando el reloj de cuco marcó las 11 horas tomó en brazos la abuela al nieto y lo aseó. Le puso sus mejores galas, esa ropita que sólo usara en visitas muy especiales. Él, pequeñito, casi sin consciencia, sonreía mientras ella le colocaba la blusa, y es que la abuela le estaba haciendo cosquillas en sus suaves piececitos. Era feliz junto a ella.

Así, sólo media hora más tarde, asomaban ambos al balcón de la casa. El tejado del gran carpintero Sebastián protegía de la lluvia a la abuela y al nieto. Mientras, el pequeño, que no reconocía aquel rincón, no imaginaba lo que estaba a punto de suceder. De repente, la madre, que dejó por un rato sus menesteres solidarios, subió a aquel piso para besar a su progenitora y adorar a su hijo. Y allí se quedó. También sabía lo que en esa mañana le esperaba.

De repente, aquel patio trianero se puso de gente hasta la bandera. Si el alfiler usado en los bajos hilvanados del traje del pequeño se hubiera desprendido no hubiese tocado suelo. Los ya tres protagonistas recibían entre besos y abrazos a sus invitados de lujo, Triana y Sevilla.

¿Qué por qué el niño no reconocía aquel lugar?... Hacía dos años que bajo un proceso terminal tuvo que habitar en aquel bendito hospital lleno de genuinos matasanos que les han devuelto la vida.

Por eso estaban allí los primeros, junto a Lorenzo, Rocío o Román. Enrique sonreía, artífice de la restauración de una casa que al igual que sus vidas también se vencía con el paso de las horas. La autoridad política del ayuntamiento rebuscó entre la dulzura de vivir en este hogar. Teodoro rozó la emoción del sentir de su pueblo. Y mientras, los vecinos no daban crédito de lo que estaban viendo.

Quince imágenes de los tres ilustraban sus vidas, al fin visibles. Joaquín y Jorge también volvían a su bendito rincón. Abuelo y patrón de la vieja Cava, respectivamente. Hasta una señora traía pestiños y buñuelos para un desayuno con arte. El chocolate corría a cargo del amigo Pepe, que exponía sobre el entarimado indestructible de su taberna.

Por eso aquel lunes otoñal llovió en Triana. San Pedro allí presente bajo la figura del ‘Múo’ abrió de nuevo la casa. La emoción lo envolvió en unas lágrimas que inundaron el corazón del Arrabal.

Los tres se abrazaron mutuamente en aquel balcón ante los vítores de su gente. Volvían a su morada, a la de las pinturas de Pedro Campaña. Entonces fue cuando el niño, bajo una curiosidad imperiosa, preguntó a su madre: “¿Qué pone allí arriba?”. Fue el canto de la ‘Nana’ de su abuela la que le ayudó a recordar aquel lema. En el siglo XVII la mano de su padre impregnó en lo más alto de esta casa la leyenda ‘Soli Deo Honor et Gloria’. Así el niño siempre recordaría que ‘ante Dios honor y gloria’. Él desde hace algún tiempo no lo encontraba, ahora, al fin, para gracia de Triana era más que visible.

Por cierto. Quedó bien claro para el pequeño que en las próximas visitas sus titas no traerían tanta luz de cirios, sino más flores del campo.

El gozo de Manuel era el de toda Triana. Al fin Ana, María y Jesús sentían de nuevo el calor de su hogar. Santa Ana ya es presente y futuro para toda Triana.

Fotos: Mariano Ruesga Osuna










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