Arte Sacro
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Ella lo ha hecho todo. Antonio Gila Bohórquez


 Era un trece de mayo y se escuchaban unos pasos incipientes en el silencio de la Basílica. Recorrían el pasillo central, casi despertando del letargo durmiente a los antiguos y quebradizos retablos del antiguo Santuario. No sonaban a charol ni a suelas de goma. No taconeaban con el punto sonoro característico del suelo Pontifical. Únicamente aquellos pasos, se preocupaban por ir cada vez más deprisa, en un recorrido ascendente desde la entrada hacia el Altar Mayor.

Llegando ya al punto incierto pero previsible de su recorrido, se detuvieron. Y uno de los pies, comenzó un titubeante y rítmico golpeteo en el primer escalón que conformaba el Altar, amparado por dos barandas de madera oscura. Ese ruido constante hacía recordar una espera parsimoniosa hacia algo. La espera impaciente porque llegara algo.

Pudieron aquellas sombras que ocultan los resquicios de las columnas cuadriláteras de la Basílica, contemplar la peculiar escena que las había despertado. Todo era extraño, pues ya hacían horas que se habían marchado todas las personas de la Iglesia. No era un día para estar allí.

Fue una de las columnas la que, con delicadeza, quiso afrontar un soplo de aire gélido a la tenue figura que esperaba ansiosa ante el Altar Mayor con su titubeante y rítmico golpeteo de su pie derecho sobre el primer escalón del Presbiterio. La oscuridad propia de la clausura temporal del Templo hacía difícil la distinción de la figura que allí aguardaba, sin embargo, pudo percatarse del aviso ventoso de la columna y girarse hacia el origen de la corriente.

 Por una de las vidrieras, se apreciaba un cálido y nítido rayo de luz. Pequeño y estrecho, sólo llegaba a confundir la pared con el suelo en una intersección poco medida con la figura que esperaba y que ya se volvía. Pero estaba lo suficientemente cerca de la claridad, como para que al girarse, la luz impregnara sus ojos y destellara un ardor tan bello como los ojos de un felino en la oscuridad. Tan sólo con eso, supieron que era una niña.

Vestía humilde y sencilla. No llevaba zapatos, lo que explicaba el retumbo de los pasos sobre el suelo. Sus pantalones, eran viejos y algo desgastados. Una camisa ancha sin ceñir al cuerpo y un colgante casero de piel que sostenía una medallita de plata y que fue inmediatamente reconocida por las sombras de aquella Basílica. Un lazo hermoso recogía un pelo despeinado, y sobre su hombro izquierdo, un palo de escoba del que pendía una bellísima tela de seda celeste y rosa.

En el momento en el que percibió aquel frío viento sobre su cabeza, perdió la tranquilidad y se asustó. Empezó a dar vueltas buscando con la mirada la protección que quería encontrar. En cada vuelta, la ilusión óptica le hacía ver sombras, que no cambiaban de posición. Eran expectantes y hacían que se sintiera observada. Pero en una de las vueltas, una de las sombras cambió de posición para ausentarse en su habitual espacio y acercarse a la chiquilla que impaciente esperaba.

 La niña pudo observar, sin miedo alguno, un hombre. Alto, muy alto. No era anciano, pero sí con alguna arruga que otra en su rostro. Portaba un bonete negro y cubría su cuerpo, una clásica y elegante sotana que ilustraba a un sacerdote. Le llamó la atención, la enorme sonrisa que circundaba su cara, de oreja a oreja. Una sonrisa complaciente y tranquilizadora que hizo a la niña detenerse. Tenía polvo en sus hombros y desde el Altar que bajó, dejó un reguero de añeja suciedad por el paso del tiempo. A ambos lados, dos niños. Los dos felices. Uno lo miraba atento, como el que mira a un Maestro. Y el otro, con la cabeza bien alta, portaba el orgullo de recibir el abrazo de aquel hombre.

Fue entonces cuando entronizó sus primeras palabras para preguntar por qué tanta espera e intranquilidad. Le hizo ver a la chica, que allí no había nadie. Que todos se habían ido. Eran palabras que iban haciendo que el rostro de la niña se fuera convirtiendo en el del asombro y el congojo. Como si le hubieran robado a alguien.

Preguntó este Señor a quién esperaba, por si Él podía hacer algo. Y la niña, con la inocencia repartida entre sus labios, espetó de su boca, reseca por la angustia suscitada en aquellos momentos, que esperaba a su Madre. A la que le había dado todo. La que le hizo ver las maravillas del mundo teniendo poco que llevar a la boca. La que le hizo entender el por qué hay que levantarse cada día con el esfuerzo y la voluntad de seguir adelante. Aquella Madre que contemplaba cada tarde del año, austera y erguida sobre al Altar. Y en el mes de mayo, floreciente como ajuar dorado en su Bajada. Pero siempre allí, su Madre. Madre a la que enseñaron a llamarla como Auxiliadora Bendita. Madre que aparecía en su medallita de plata y que colgó en un lazo de piel desgastada, para no perder nunca la convicción de lo que su Madre le recordaba: siempre voy a estar contigo.

 Fueron minutos en los que la voz quebrada y angustiada de aquella niña llegaron a los oídos del sacerdote, el cual, apretó aún más fuerte los hombros de los niños que le escoltaban para acercarse a ellos y decirles: están buscando a Mamá. La chiquilla, en un arrebato de alegría preguntó por Ella de nuevo, pues al parecer, también de ellos era su Madre.

Y el buen hombre, empezó a llorar. Un llanto alegre, con la eterna sonrisa sin perderse, con un pecho abierto para coger aire y unos ojos luminosos que refractaban en la oscuridad de la Basílica. Con el gesto impropio de la sobriedad eclesiástica, se quitó el bonete y con la manga de la sotana arrugada de tanto abrazar, se secó sus lágrimas. Se agachó con el trabajo obvio de tantos años de pie pero sin dolor que superara su alegría, y se acercó a la chiquilla para decirle:

“Soy Don Bosco, y hoy me has hecho ver que hay jóvenes que aún la quieren. Te diré que aún no está aquí, pero pronto vendrá para ser Coronada una segunda vez, por ti.”

Fotos: Juan Alberto García Acevedo.










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