Arte Sacro
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Memorias de San Bernardo. Antonio Gila Bohorquez


Yo los recuerdo sobre los viejos adoquines de Marqués de Estella. Era un bajo pero ni por la altura se estaba en el suelo. Siempre se tocaba el cielo. El olor de la cocina a miel y vino me sobreviene cada año entre los resquicios de esta memoria que también envejece. Y es que mis recuerdos no son los de un patio y un limonero, sino los de una cocina y un cocido. Unas manos siempre atentas a la sal de los garbanzos y al pespunte de las mangas. En aquella cocina se escribían las hazañas de Fernando el Santo muchos siglos después porque todo era heroicidad, valentía y fervor. No le hicieron falta a mi abuela la espada y el escudo para conquistar Sevilla. Ella ya conquistó el corazón de San Bernardo con su forma de ser y sentir. De abrazar y besar con esos besos que hoy damos la herencia que ha dejado con fuertes improntas en la mejilla. Aquella mujer, de nombre Rosario, es quien me trae cada Miércoles Santo los lirios moteados de mi Cristo. Y en la mente se retratan con el color morado de su pasión entre un inmenso mar rojo de claveles ¿Quién no abre su mente cada Miércoles a la sinrazón de la memoria? ¿Quién no dispara sus lágrimas desde la artillería de su corazón cuando amanece cada Miércoles Santo en sus ojos?.

Vente conmigo. Hoy quiero abrirte las puertas de esa memoria que siempre quise tener. Y quiero ponerte mi capa, mi túnica y mi antifaz. Como lo hace mi madre cada año una vez cuelga los hábitos en el salón de mi casa la semana de Pasión. Está planchada y las arrugas que tiene son las de sus manos cuando la coge en peso y se aferra a ella pensando en los que no están. Los que se fueron jóvenes y ancianos. Sanos y con enfermedad. En los que se fueron y no pisarán Gallinato este año. Esas arrugas no se pueden planchar. Forman parte del escudo mariano y sacramental de su capa. Ahora ponte los zapatos y calcetines negros y ciñe bien ese cíngulo. Mi abuela me lo ceñía a la cintura con la dificultad de unos dedos cuya artrosis dolía menos si era con amor.

Ponte a caminar. La capa al viento rozará con sutileza los naranjos de la Buhaira mientras te adentras por el callejón Barrau. Su suelo es como el albero que adorna la Monumental. Fino, dorado y polvoriento. No te preocupes por el negro de tus zapatos pues en uno de sus zaguanes te esperan mi abuela Rosario junto a mi abuelo Bernardo. Te tienen preparado un sencillo paño con el que limpiarte de nuevo los zapatos de tu infancia. Te llamarán a lo lejos mi padre Antonio, que viene jugando con la pelota del Triaca, y mi tía Loli, que viene guapa, mocita y elegante, para desearte una buena Estación de Penitencia con tu Cristo y tu Virgen. En ese griterío van los sueños de quienes hoy han formado una familia que es mi familia. Una familia de San Bernardo.

Ahora surcaremos la calle Campamento. Verás una estación, un colegio y viejas casas de las que salen chiquillos jugando a la rayuela y la peonza. A familias enteras haciendo números para llegar a fin de mes. En una de ellas, una familia numerosa. Es mi abuela Nati que prepara en la olla los besos que le dará a mi abuelo José en sus manos negras por la grasa de las vías del tren. Le falta un dedo en una de sus manos pues lo perdió trabajando en una de las líneas férreas al quedar enganchado su anillo de casado. Pero ello no le impedirá darte un abrazo y volver a ponerte correcta la capa negra que luces. No te esfuerces mucho abuelo que por allí viene un reguero de muchachos para tirar otra vez de su capa. Son mi tío Casimiro, mi tía Nati, Mari, Pastora y Maricarmen. Y detrás, no por ello mas tímida, con la púa de una bandurria, una niña de ojos grandes y pelo negro. Es Lola. Y es mi madre. Mírala bien pues esas pequeñas manos son hoy las que me han dado la vida.

Apresúrate que hay que entregar la papeleta de sitio para poder entrar y rezarle a los Titulares. Aguardan muchos momentos aún por vivir y ya es tarde. El sol va llegando a su cenit y el calor ya pega en los hombros. Pero qué calor y qué sol más bonito para este ecuador. Entrega la papeleta al hermano diputado y entra con el orgullo henchido de tu pecho cruzando el patio. ¿Hueles? Es el olor de los claveles del Cristo de la Salud. Es el olor de las velas rizadas de la Virgen del Refugio. Es el olor de los cirios y velitas de los carros. Es el olor de la plata de la insignias que aguardan en el Altar. Es el olor de la ilusión y el nerviosismo de tus propios hermanos. Es el olor del costal de mi tío Luis que saluda a Pepe Portal antes de meterse en las trabajaderas bajo los dorados Currito.

Entra sin miedo. Verás los tramos ya dispuestos. Las cruces cerca de la puerta y los rezos emanando como disparos a un horizonte perdido entre miradas que rebosan petición, súplica, perdón y reclamo. Y quédate ahí. Justo frente por frente al Abad San Bernardo que, desde las alturas, nos adoctrina en el amor teologal de sus escritos. No hace falta que mires a los lados. En una misma imagen, Él y Ella. Lo que llevabas esperando tanto tiempo. Tantas semanas. Todo un año. En una misma imagen, sendos perfiles. La vida y la muerte ante tus ojos. La muerte del hombre que es mas hombre por caer tres veces y morir en la Cruz. La vida en la mujer que llora, sufre y se hace mas madre cuando pierde a la misma vida que creó. Y en esa misma imagen, la plenitud del corazón de quienes nos sentimos y somos de San Bernardo. Con la memoria y los recuerdos cosidos al escudo de nuestra capa que, al viento, volverán a darle vida a este bendito barrio otro Miércoles Santo.

Fotos: Fco. Javier Montiel.










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