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Calles que hablan: San Luis locura y santidad entre Moscú y Roma. Álvaro Pastor Torres


 Desde que se mudó a Sevilla el Diablo Cojuelo vive en la calle San Luis. No se lo digan a nadie, pero yo lo he visto muchos atardeceres, cuando el sol poniente se refleja en la cerámica de las espadañas y en las tejas vidriadas de la vieja iglesia jesuita, contemplando la puesta de sol, sentado en el pretil de los ventanales de la cúpula de San Luis de los Franceses con la mirada perdida en un Aljarafe teñido de naranjas imposibles. Y allí, en el alero del templo, seguro que como buen diablo habrá tentado, no a Jesús, sino a alguna buena moza que como él surca los cielos de Sevilla: todo esto te daré si me juras amor eterno.

Pero claro, no siempre fue todo tan bello y poético. El atardecer del 18 de julio de 1936, sábado, careció de toda poesía ya que las columnas de humo que desprendían mis iglesias quemadas (San Gil, Santa Marina y San Marcos) impedían ver otras cosas. Durante varios días el Moscú sevillano resistió a la sublevación militar y en el hospicio de San Luis se instaló el cuartel general de la resistencia popular. Pero todo fue en vano y después llegó la dura represión y el empedrado que vio pasar sobre él tantos reyes se tiñó de sangre.

 Porque siempre fui calle Real, con arco triunfal y todo para recibir a los monarcas españoles, que tras descansar unos días del largo viaje desde la corte en el monasterio de San Jerónimo de Buenavista hacían su entrada triunfal por la puerta de la Macarena, después de haber jurado los fueros y privilegios de la ciudad.

Los anticlericales y revolucionarios del 68 – 1868, ojo- sólo dejaron en pie esa puerta del recinto amurallado, no sé si porque no le dio tiempo a meterle la piqueta antes de que Pavía entrara con la Guardia Civil en el Congreso –y cuidado con lo cerca que vive ahora Pavón el de los derribos- o porque estaba escrito con renglones torcidos que debía quedar indemne para que por ella pasara todos los años una reina que pone de acuerdo a monárquicos y republicanos: la Esperanza Macarena.

Nobleza y pueblo buscaron acomodo en las anchuras de mis plazas y en las angosturas de los callejones, pasajes (el de Valvanera seduce a todo el que lo pisa por primera vez) y barreduelas. Primero llegaron los Afán de Ribera -que se pueden quedar sin calle a pesar de lo mucho que hicieron por la ciudad-, por gracia de Enrique II, que donó al famoso Per Afán las casas que en el repartimiento de San Fernando y Alfonso X –la bonoloto de la época- le habían correspondido a la reina doña Leonor. Y ya en el siglo XVIII el veinticuatro Pedro del Pumarejo tuvo la santa paciencia de comprar más de 70 casas en la plaza a la que terminó dándole el nombre –aunque en román paladino se pronuncia espumarejo- para labrar un suntuoso palacio y encargar al afamado escultor portugués Cayetano de Acosta un escudo en piedra con los blasones familiares que aún campea en la esquina de la calle Rubios (perdón, Fray Diego de Cádiz). Pero la cosa fue decayendo después: casa de Niños Toribios, escuela municipal nocturna, refugio de inundaciones, casa de vecinos... Si hoy levantara la cabeza don Pedro seguro que la volvía a doblar rápido, salvo que hiciera una visita a la esquina opuesta del blasón heráldico –Casa Camacho para unos, Mariano para otros donde tiran una extraordinaria cerveza que puede acompañarse con tapas de toda la vida, sin platos cuadrados ni tanta chuminá con tomates: caracoles, cabrillas, sangre encebollá o papas aliñás.

 Y no lejos de allí el Cabildo de la ciudad mandó levantar las atahonas municipales (“Real oficina y junta de montepío de panadeo” para ser exactos), con 24 hornos, sobre todo para las complicadas y recurrentes épocas de inundaciones, cuando el pan no podía llegar desde Alcalá, y el que llegaba lo hacía a un precio desorbitado. Pero como hoy el pan ya se compra en cualquier lugar –hasta en las tiendas de los chinos- el lugar ha terminado siendo un ambulatorio.

Lo que no se ponen de acuerdo los historiadores hispalenses es dónde se fumó el primer porro en Sevilla, si en el Pumarejo o en la plaza del Cronista. La mala fama de mis alrededores corrió siempre de boca en boca. Sin necesidad de tomar elementos estupefacientes, junto a San Luis de los Franceses –el templo más romano de los que hay en Sevilla- siempre estuvieron los locos, en el hospital de San Cosme y San Damián. El más famoso fue Amaro, el de los sermones, pero hubo algunos otros elementos dignos de estudio.

A los dementes los amarraban con una cadena a la puerta del manicomio para pedir limosna, sobre todo desde el día que un presunto paralítico chalado se fugó con toda la recaudación, por lo que se deduce que el buen hombre ni estaba muy loco ni muy tullido. Pero ninguno tan curioso como José Agustín González, de Puerto Real, verdadero tonto de capirote, pues fundó una hermandad y como no se hizo en ella su santa voluntad acabó loco e internado. Que tomen ejemplo algunos porque aunque por mi calle no pasan muchas procesiones últimamente, a más de uno he visto con muchas papeletas de acabar como el pobre gaditano “que unas veces se creía Dios y otras diablo” ¿Cojuelo?

 ILUSTRES VECINOS

Fadrique Enríquez de Ribera. I marqués de Tarifa, hijo del IV Adelantado Mayor de Andalucía y de Catalina Ribera. Nació en 1476 dentro del viejo palacio familiar de los Afán de Ribera, sobre cuyo solar se levantó más tarde la iglesia de San Luis de los Franceses. Don Fadrique, célebre viajero a Tierra Santa en una época que no se estilaba el turismo, adquirió importantes obras de arte en Génova y en Roma.

Santa Ángela de la Cruz. El 2 de agosto de 1875, cuatro amigas (Ángela Guerrero González, Josefa de la Peña, Juana María de Castro y Juana Madagán), guiadas espiritualmente por el padre Torres Padilla, comenzaron la vida en común en una humilde habitación alquilada con derecho a cocina en el número 13 de la calle San Luis. Era el inicio de la Compañía de las Hermanas de la Cruz.

Amaro Rodríguez. El famoso “loco Amaro” de los sermones. Natural de Arcos de la Frontera, ingresó en el hospital de los Inocentes el 23 de octubre de 1681 tras descubrir que su mujer le ponía los cuernos con un fraile; murió en abril de 1685. Sus discursos callejeros fueron recogidos en manuscritos volanderos que siglos más tarde acabaron dándose a la imprenta.

Manuel Vallejo. Según rezaba en los carteles, Manuel Jiménez Martínez de Pinillo en el Registro Civil. Otro hijo de la calle San Luis, esquina con Padilla, donde vio la luz el 15 de octubre de 1891. Gloria del cante flamenco y I llave de oro.

NOMENCLÁTOR

La denominación de San Luis es relativamente “reciente” pues no se rotuló así hasta 1845. En un principio parece que se llamó calle Maestra, como eje principal, pero su apelativo histórico desde el siglo XVI fue el de Real. Su largo y rectilíneo trazado hizo que tuviera diversos nombres según cada tramo: de la plaza de San Marcos a la iglesia de San Luis (Real de San Luis), de ahí hasta la parroquia de Santa Marina (Real de Santa Marina), de las confluencias de Arrayán a Gijón (plaza del Herrador), de allí al Pumarejo (Encarnación Vieja), la salida de Relator (Cuatro Cantillos) y desde la popular plaza al Arco de la Macarena (Real de San Gil).  

Publicado en El Mundo de Andalucía (Edición Sevilla) El Domingo, 30-VIII-2009

Fotos: Francisco Santiago/Juan Alberto García Acevedo.










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