Arte Sacro
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El Calvario de la cuaresma. Juan Manuel Labrador Jiménez


A Enrique Barrero Ramos, para que desde su reciente llegada al mundo,
sepa venerar a este Cristo como lo hace su padre.

 Cristo del Calvario Descansa en el sueño de los siglos la mirada inerte de Jesús en lo más profundo del vacío meditativo del antiguo convento de San Pablo. Los árboles de la plaza, con sus ramas desnudas y sin protección, peinan el ambiente a la par que tiñen el paisaje de un color grisáceo que añora la luminosidad de un tiempo para renacer a los sentidos.

En el interior del templo, la oscuridad es rota solamente por la tímida luz de los cirios que amortajan el cuerpo del Hijo del Hombre. Es una noche íntima, desahogada, limpia, sin masificación alguna, pues sólo están los que pasan de la concepción del espectáculo para quedarse con la visión de lo bello y lo sincero.

De repente, casi de forma imperceptible, se cierran las puertas, y se interrumpe el silencio con el sonido del cerrojo que nos avisa que el mundo ha quedado fuera, porque en el interior va a comenzar un rito sagrado. Se reduce más aún la luz de la capilla, fijamos la atención en su rostro cansado, y, poco a poco, se eleva su figura, y sus manos, aunque clavadas estén en el madero, acarician los muros del recinto como si de la consagración de dicho espacio se tratase.

Se inicia en ese momento, en la clausura del alma, el rezo del Vía-Crucis, y cada estación supone un instante en el que el reloj detiene su avance casi siempre infrenable. Se recorta la silueta de la imagen santa al fundirse los barrotes de la capilla donde Dios está verdaderamente vivo con los clavos que aprisionan ese cuerpo divino.

Nuestra fe nos permite contemplar cómo Cristo va derramando su amor en las gotas de cera hirviendo que caen en el suelo, y la luz humilde de los hermanos que escoltan su paso lleva a desembocar en el momento más sublime del ejercicio: la Madre del Amparo agacha la mirada al contemplar la cruz que navega entre las sombras, y sus labios borran la leve sonrisa de su gloria, esos mismos labios melancólicos que ya en noviembre presagiaban el destino del Infante celestial.

Los corazones alados de los hijos de Dios conducen los restos mortales hasta el altar, y ahí quedarán depositados como ofrenda eucarística, y de ese modo, Sevilla entera arriba al Calvario de la cuaresma, y las llagas de Cristo se abren como signo de quinario en honor de su martirio y su entrega por el pueblo.

 Cristo del Calvario Despacio llega Dios al prebisterio
inundando de amor la Magdalena,
y así la va dejando toda llena
de pasión, de dulzura y de misterio.

Sevilla se convierte en el imperio
donde toda la vida se encadena
en esa gran ternura pulcra y buena
que refleja la entrega en un salterio.

La helada brisa roza ya su muerte,
y el sueño dejará a la madrugada
colmada de piedad y de perdón...

Así de dura y triste fue su suerte,
y en su Calvario baja la mirada
cuando revienta todo el corazón...

 

 

Fotos: Juan Manuel Labrador y Francisco Santiago










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