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Un cartel para un centenario. El Cartel de la Feria de abril de 1948. Gustavo Bacarisas


José Fernando Gabardón de la Banda. La obra de plenitud de un artista requiere siempre una reflexión especial, proyecta en su haber todo el recorrido que ha ido trazando a lo largo de su vida, a veces sin ningún tipo de pretensiones. Y es que la culminación de un artista nunca debe de llegar hasta su muerte, es el genio enriquecido de crear lo que le proporciona al artista la concepción de su propio arte, lo que le da vitalidad, más allá de los límites que puede ir trazando el tiempo. En sus últimas composiciones se va produciendo en muchos momentos un cambio vital que produce en muchas ocasiones un escenario de cambio de su propio estilo, un revulsivo a su propia obra, un cambio de actitud antes nuevos retos creativos.

Son los confines del arte, los que van más allá de una línea del tiempo, los que desvían en un momento definido la propia carrera del artista. Son esas pequeñas parcelas compositivas las que subyace un genio, las que señalan su culminación, las que no cometen errores en su carrera. Son los verdaderos artistas los que no se resienten con el tiempo, los que no van suscistiendo de su obra lograda, los que no convierten en marca su propia forma de crear, repetida incansablemente en múltiples variantes. Y es que el verdadero arte es pura innovación, un verdadero escenario de creatividad, en el que el artista se revaloriza con el paso del tiempo. La sustancia de la madurez de una obra va a ir confirmando la excepcionalidad del artista, la que va a ir dando constancia de la vitalidad de su arte.

Y es que lo maduro no debe de ser sinónimo de inmovilismo, de consagrarse en un muro de inconsistencia creativa, sino por el contrario cabe delimitar una pasión por seguir experimentado nuevos caminos, que a veces no se producen, por lo que encierra al creador en su mismo mundo. Las modas, los gustos de una época, la concepción plana de miras de la propia sociedad puede conllevar a conformarse con su propia obra, dejando atrás ese fino gusto por innovar, por buscar nuevas sensaciones a la hora de utilizar el pincel. Y es que en el cartel que Gustavo Bacarisas realizó sobre la Feria de abril en 1948 podemos encontrar la vitalidad de un artista que fue abriendo nuevos caminos en sus experiencias compositivas, que supo abrirse a nuevos campos hasta su muerte.

Y es que el cartel de la Feria de 1948 podemos considerarlo una excepcional creación de Gustavo Bacarisas, que probablemente nunca se le ha dado la impronta que pudo tener en su carrera como pintor. un pintor de origen gibraltareño que nos dejó ni más ni menos una huella ineludible en la propia concepción artística de la Feria de abril. Nacido en Gibraltar el 23 de septiembre de 1872, de una familia mallorquina que en el siglo XVIII emigró al Peñón, en el seno de una familia numeroso, siendo su propio padre, pintor Gabriel Bacarisas, que le dejaría huella, y su madre Adela Podestás.

Sus estudios primarios lo realizarían en la Escuela de los Hermanos Cristianos de Gibraltar, demostrando excepcionales dotes para el dibujo. Ya con veinte años sería becado para estudiar en la Academia Española de Roma, que le ayudaría a conocer la amplia actividad artística que se estaba desarrollando en este momento en la Ciudad Eterna, con autores de la talla de Eduardo Chicarro o Álvarez Sotomayor. Otras ciudades italianas como Venecia y Cadore, fueron visitadas por el artista, donde dejaría ya muestra de ser un excelente paisajista. En 1906 comienza a vivir en París, y al mismo tiempo viajando a Londres, invitado por la Art Society para exponer en la Royal Academy, donde expone el cuadro Algueciras, en la que se puede observar la impronta de la pintura de Turner.

En estos periplos europeos fue recogiendo tendencias diversas que fue impregnando su carácter peculiar de la pintura, en la que se encontraba el impresionismo, o el propio Romanticismo inglés, o incluso la pintura de Turner, y muy especialmente el fauvisimo. Poco tiempo después, visita Tánger, una ciudad que se había puesto de moda en estos primeros años del siglo XX. A partir de 1910 comenzaría su periplo americano, exponiendo en Buenos Aires, debida a una invitación de la Galería Philipon, realizando una exposición con las pinturas que había realizado en Tánger, a los que uniría otras escenas campesinas de la Pampa, llegando a ser nombrado profesor de la Academia de Bellas Artes de Buenos Aires. El periplo americano le llevaría a Estados Unidos, realizando exposiciones en Filadelfia, Nueva York y Pittsburg, ya en 1913.

Sin duda alguna se habría convertido en uno de los pintores de mayor reputación internacional, convirtiéndose en un hombre cosmopolita, cuya pintura empezaba a emerger en un competitivo mercado. Muy pronto comenzaría a realizar una actividad que le impregnaría de una gran fama, su carrera de ceramista, una vez que contacto con la familia Laffite, propietaria de la Fábrica de Productos cerámica “Los Remedios”, instalándole incluso un taller donde pudiese desarrollar su arte, en un bello salón muy bien decorado, conociéndose ya desde 1917 sus primeras obras.

Una de las obras más excepcionales como decorador fueron las sargas que realizaría a instancia encargo hecho por el rey Alfonso XIII para decorar el Pabellón Real de la Exposición Iberoamericana de 1929, en la que muestra diversas escenas con las naves de los descubrimientos de América como protagonista, convirtiéndose en uno de los intérpretes de los temas colombinos, que después llevaría Vázquez Díaz a su máximo exponente.

Sería la ciudad de Sevilla la que realmente le impacto, situando su residencia en 1913, ya hasta su muerte. Comenzó su actividad artística con unos encargos institucionales, como el que realizó el Ayuntamiento para celebrar los actos conmemorativos del IV Centenario del Descubrimiento del Océano Pacífico. No cabe duda que en estos años la ciudad vivía un momento de regocijo, llevado por los aires renovadores de algunos círculos intelectuales como fue el caso del Ateneo de Sevilla.

En la revista Bética encontramos ya una excepcional muestra de lo que iba a ser a lo largo de su vida artística, un verdadero creador de arquetipos de personajes de la vida andaluza, como se puede contemplar la representación de dos gitanas que sonríen, mirando hacia el espectador, en la que ya perfilaba la alegría que emana sus composiciones. No cabe duda que esa alegría conllevara a pintar ese maravilloso lienzo que es Sevilla en fiestas, ese trio femenino situado en un primer plano, en una escenografía de colores del más puro estilo fauvista. Es posible que se haya convertido en la obra más conocida de toda su carrera y lo que lo llevo a convertirse en un mago del color, matices variados en que se desparrama en un escenario nocturno, que irradia un aire de festivo, que vas más allá de lo puramente convencional.

El tratamiento de las figuras femeninas, es en sí mismo un retrato al alma andaluza, tres mujeres con mantillas, difuminadas por la impregnación de colores, que dejan un matiz esbozado a las figuras, en la que la paleta presagia su triunfo sobre el propio dibujo, manchas de colores que suscita la mirada del espectador, acentuado por una suave luz melancólica que traen sobre las tres majas más conocida de la pintura sevillana. Una iconografía que había sido desarrollada en muchas ocasiones en la pintura sevillana, que resaltaba la concepción clásica del traje de mantilla, muy popular en la época. En la obra de Bacarisas, sin romper la concepción tradicional, le interesa más el efecto lumínico y de colores que conlleva la escena.

En unas zonas más opacas de la composición, no se precisa una de las sorpresas visuales que nos presenta el cuadro, la mujer acompañada con dos niños, uno llevándolo en brazo, que miran hacia el espectador. Es quizás una de las escenas narrativas más excepcionales de su pintura, en un precioso juego de luz y sombra, recuerdos quizás de esas escenas maternales murillescas, dotándole de una nueva resolución cromática. Un juego de flores de colores combinados, que emergen de uno de los extremos del cuadro, delimita la primera línea compositiva, recuerdos de su impronta de las vanguardias contemporáneas. Al fondo se divisa el gentío de la Fiesta, en cuerpos diluidos en masas de colores. Una preciosa versión sobre la Feria de Abril que marcó una verdadera renovación de su propia iconografía.

Y es que Bacarisas desde un primer momento dejó una amplia huella en las tradiciones de la ciudad, que no dejaría a nadie indiferente. Su incorporación al Ateneo de Sevilla en 1916, llegando a presidir la Sección de Bellas Artes, le llevaría a contribuir a la configuración de la Cabalgata de los Reyes Magos, convirtiéndose en su diseñador artístico, una iniciativa de José María Izquierdo, y en 1919 llegaría a ser nombrado hijo adoptivo de la ciudad. Y en el mismo año, Bacarisas dejo ya una huella vital en la propia Feria, al diseñar un estilo uniforme para todas las casetas.

En 1928 llegaría a ser cartel de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, habiendo dado a conocer su obra en las exposiciones de Sevilla entre 1916 y 1920, a la que se uniría en la exposición individual que celebró en el Museo de Arte Moreno de Madrid, en 1921. De 1921 se conserva una obra excepcional, El estanque de los mirlos, donde recoge en si misma toda su concepción pictórica del color y de la luz, hoy conservada en el Centro de Arte Reina Sofía.

Su vinculación artística sevillana no fue impedimento para que siguiera su itinerario por un gran número de ciudades nacionales e internacionales. En 1918 marcha a Granada, donde realizaría una copiosa obra, que después presentaría en la Exposición realizada en la Biblioteca y Museos de Madrid en 1921. En 1922 llegaría a viajar a Suecia con el encargo de hacer los decorados, los figurines, y el propio diseño del vestuario de la ópera Carmen, en el teatro Real de Estocolmo. Sería en Suecia donde contraería matrimonio con la pintora sueca Elsa Jernas. Su carrera de escenógrafo continuaría con las obras Coppelia (Trocadero de Londres, 1924), el Amor Brujo (Ópera Cómica de París, 1928), y Escenas Catalanas (Picadilly de Londres, 1930).  En 1933 se marcharía a Madrid, teniendo que ser evacuado en los inicios de la Guerra Civil a la isla de Madeira, trasladándose posteriormente a Gibraltar.

Su retorno a Sevilla se daría en 1945, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, en unos momentos en que la sociedad europea vivía una etapa de abigarramiento social, y una sociedad sevillana de ruptura en lo más arduo de una posguerra, en la que se fue perfilando un anquilosamiento en la vida cultural de la ciudad. En 1948, integrado ya en la sociedad sevillana, el Ayuntamiento le encarga el cartel de la Feria de abril, un encargo que en si misma entrañaba una efeméride, y es que se cumplían los cien años de la celebración de la fiesta primaveral.

En momentos muy duro de penuria económica y de crisis social, junto al abismo que había significado la lucha entre los propios españoles, la Feria de abril se había vuelto a consolidar como uno de los atractivos especiales de la ciudad. Como las crónicas periodísticas relatan se fue perfilando una imagen festiva, de paseos de caballistas, y de festividad en el interior de sus casetas, que despertó interés entre los locales y forasteros.

Curiosamente, un año después, en 1949 el director Joaquín Soriano firmaría el documental En Sevilla hay una feria, que dejaba recogida la grandeza de la fiesta. Incluso el No-Do se hizo eco de su centenario con un excepcional reportaje que volvía a dar una imagen de alegría a la ciudad. Una Feria que seguiría instalada en el Prado de San Sebastián, con sus famosas tiendas de buñuelos, y por cierto las casetas que habían sido diseñada en muchos casos por el propio Bacarisas.

Bacarisas tuvo que adoptar en el diseño del cartel un planteamiento estético que en principio llama la atención por su alejamiento a las concepciones al fauvismo que había definido la primera fase de su obra, incluso algunos podrían pensar que estamos ante un cartel convencional que se aleja de sus propias concepciones artísticas, especialmente en el ámbito del retrato en que se estaba definiendo su perfil más moderno.

El cartel en sí mismo desprende una escena en que por sí misma podríamos calificarla de tradicional, una pareja conversando en medio de una calle del Real, en la que aparece al fondo una hilera de tres casetas, a lo que se le añade la silueta de la Catedral que se vislumbra entre los propios farolillos. Sin embargo, el cartel está inmerso en su propio magia de una chisma de intimidad, recurriendo una vez más como es vital en su obra a la visión de la belleza sensual de la mujer, que llena con su traje de gitana, abierta en amplios surcos toda la escena. Es un cartel en la que se puede perfilar las tonalidades de los colores que el artista tanto desarrolló a lo largo de su carrera, muy definido por cierto las tonalidades, y los entre juegos de luces. La figura del joven vestido con chaquetilla y sombrero de ala ancha se inclina, con un plato en la mano, portando vasos, de las que una ha cogido la muchacha, quizás una escena de cortesía.

Es curioso que en el Museo Tyssen de Málaga se conserva una obra de Bacarisas dedicada a la Feria, una obra excepcional que descubre nuevamente al pintor fauvista de colores excepcionales, de figuras diluidas por la fuerza de la luz, en un escenario totalmente diferente, una tienda a modo de toldo, en la que ha situado un grupo de feriantes, que por sus vestimentas, pertenecen a los estamentos más bajos de la sociedad. Una visión radicalmente distinta a la que proyectó en el cartel de 1948, una visión de tinte vanguardista, de pincelada enérgica y suelta que es el resultado de su genialidad creativa. No se identifica la fecha de esta obra, aun cuando por su concepción estilística se podría retrotraer a su fase inicial. No podemos negar tampoco que pudiera ser ya una obra de su plenitud, en cuanto se define una técnica excepcional, que lo identifica en sus obras póstumas. Lo cierto es que esta obra singular podría haber sido un modelo compositivo para un cartel.

La contraposición de ambas obras, la propia del cartel, más clásica, en relación a esta última nos puede llevar a concebir a un pintor que se afanó a una concepción estilística clásica, aunque quizás estuvo marcado por las circunstancias sociales de la época, y por el frenazo creativo que vivió estos años, más aun en el marco de la política cultural institucional. No obstante, Bacarisas a pesar de ello, el cartel de 1948 denota una frescura compositiva en un autor que no se había quedado ensimismado en su propio estilo, sino que hasta su muerte en 1971, fue reconocido como uno de los creadores más insigne del arte sevillano.

José Fernando Gabardón de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Tratamiento de la imagen: May Perea. Lda. en Bellas Artes










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