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Señales de San Lorenzo. Pablo Borrallo


La consabida polémica que ha suscitado la señal de prohibición de jugar a la pelota en la plaza de San Lorenzo, justo delante de la Basílica del Gran Poder, ha servido para muchas cosas. En primer lugar, para darnos cuenta que se quejan una gran cantidad de adultos que, dando rienda suelta a su nostálgica infancia, se empeñan en alzar la voz en las redes sociales dejando en evidencia la buena voluntad de una hermandad que solo pide lo justo: dejar que los niños jueguen a lo que les dé la gana, cerquita de Jesús, pero con la exclusiva salvedad de no hacerlo con un balón en movimiento, consiguiendo así, proteger un monumento declarado BIC, dejar medianamente expedito el paso a un lugar de especial veneración e impedir, al tiempo, posibles daños a personas mayores, de las que, por cierto y en caso de accidente por caídas, no se encargarían ni irían a visitar con sus hijos, aquellos que hoy vociferan como si les hubieran robado la cartera... que por otro lado, se las están saqueando a golpes de subidas de luz, combustible y tasas varias, sin que por eso levanten la voz pidiendo negarse a cumplir con lo que consideran injusto.

En segundo lugar, pone de relieve el carácter demagogo de personas que hasta ahora parece que no se habían acordado que sus hijos necesitan jugar con un balón en una plaza, cuando paradójicamente y en muchos casos, llevan años llenando las repisas de las habitaciones de estos con objetos para el juego digital, dejando el paseo callejero como único elemento de recreo infantil exterior.

¿No será mejor preguntarse si el enfado atiende a que los niños y la pelota de San Lorenzo son el último reducto emocional de sitios del centro de Sevilla donde se ve ese juego? ¿No será que se ha perdido la costumbre de salir a las calles con los hijos prefiriendo que estos se queden cómodamente entreteniéndose en casa mientras los padres descansan? ¿No será que el subconsciente se avergüenza que nos quiten aquello que nos recuerda un pasado infantil mejor del que disfrutan los niños de hoy? Hay lugares que se prestan a ello, como el amplio bulevar de la Alameda o la zona de Torneo, pero nos cuesta admitir que nos da pereza llevarlos hasta allí. Es preferible cargar las tintas contra una hermandad que es ejemplo de buen hacer. Sería conveniente educar a los mayores en lo que está bien y en lo que está mal, aunque esto último se haya mantenido en el tiempo. Los niños son tan inocentes que, razonándoles con amor, lo entienden todo rápidamente... y en el caso de no hacerlo, no deja de ser un ejercicio de enseñanza en valores dentro del proceso de aprendizaje al que están llamados a esas edades y donde la frustración tiene tanta cabida como la felicidad, aunque las adultas generaciones actuales se encarguen de esconder la existencia de la primera, como si en cualquier momento de las vidas de sus hijos, la infelicidad no fuera a sorprenderles por las esquinas del día a día.

Igualmente, la creciente y necesaria sensibilización por el patrimonio histórico de una ciudad eminentemente monumental como Sevilla, nos empuja por fuerza, nuevamente, a ver en esta bizantina polémica, otro ejemplo claro de demagogia. ¿Alguien en su sano juicio vería bien que se pegaran balonazos a la fachada de la Catedral de Santiago ante la mirada atónita de cansados peregrinos que tuvieran que sortear regates para acceder a la seo compostelana? ¿Y si replicamos el caso en la Basílica del Pilar, el Monasterio de Guadalupe, o los Santuarios de El Rocio, la Cabeza o Regla? Peor aún, a nivel internacional, ¿qué impresión nos llevaríamos de Fátima, Lourdes o el propio San Pedro del Vaticano si en nuestros viajes viéramos constantemente estampadas en sus paredes y sin necesidad, sucias siluetas esféricas y para acceder a su interior tuviéramos que ir haciendo slaloms? Da la sensación que nada nos viene bien, que ni siquiera una corporación de la más que demostrada seriedad del Gran Poder puede permitirse el lujo de jugar con el juego de los niños. Juego al que no está invitada, aunque suyo sea el tablero donde se juega.

Parece que la incomprensión no alcanza a entender que se sí se permiten otros tipos de juegos, tan diversos como las canicas, la peonza, el escondite, la gallinita ciega o la comba, por poner algunos ejemplos, todos ellos infinitamente más bellos y educativos que los que traen la tablet o la Play. Luego nos ufanamos en el hecho que allí habita el Señor y querremos que nos tomen en serio, pero no caemos en el descuido de las formas, anteponiendo el legítimo derecho del disfrute infantil al bienestar y la seguridad de decenas o cientos de mayores que acuden diariamente a misa o a rezar. No deshonra a la Hermandad del Gran Poder haber solicitado la colocación de una señal que no solo protege el patrimonio histórico de la ciudad, sino que cuida de la imagen de la misma, algo, por cierto, con lo que no se debe jugar.

Pablo Borrallo
Doctor en Historia
Universidad de Sevilla










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