Arte Sacro
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La mano tendida en la distancia. Francisco Javier Segura Márquez


Los que han pasado por su besamanos en estos días, de trasiego y bullicio a pesar de la pandemia, lo han podido comprobar. La Amargura nos echaba las manos en la distancia. Sin poderla tocar, sin poderla besar, por las recomendaciones sanitarias, Ella, la única e incomparable, nos llevaba sin pensar a los recuerdos de un tiempo pasado, pero no colectivo, sino íntimamente personal.

Los que somos, porque fuimos una vez y ahora, hombres y mujeres de sangre y agua, de carne y hueso, alguna de esas tardes en las que la luz abate los párpados y centellea en la retina, nos vimos alguna vez como María, la Virgen de la Amargura, tendiendo la mano al encuentro, a la fraternidad, al amor y a la ilusión juvenil y adolescente. Cerramos los ojos “fuerte, fuerte” como lo hacen los niños pidiendo un deseo, y vemos nuestra mano agarrada a aquella con la que una vez sembramos siemprevivas y amapolas. La mano aquella se nos perdió, como se pierden los niños sin móvil, o las lágrimas de los que lloran. Perdimos aquella mano y nos quedamos, igual que la Amargura: compuestos y sin amor, adornados y sin beso, dolientes sin un abrazo.

La Amargura ha mirado Sevilla como los hombres en la cueva de Platón. Allí, con el fuego de la devoción a las plantas de su altar, han pasado las sombras y en ellas, resignadamente, la Amargura se ha imaginado que han pasado a verla la grandeza de un arzobispo y los ojitos cansados de Enrique, José María y Rosario, que cruzan desde el Palacio del Marqués de Torrenueva tornado en residencia para corazones engastados en años y en enfermedad. Todos hemos pasado a tu vera y yo, que no soy el que fui pero que tampoco entiendo bien quién soy ahora, pasé a verte, tan de lejos como lo estaba el que no pudo abrazar a su madre a la hora de la muerte en una planta COVID.

Allí estaba la Hermandad de los 325 años, de San Julián y de los que se atrevieron a ponerle rostro al Desprecio de Herodes en una cara pérfida y maledicente. Allí han estado los que renuevan la cadena de cruces de Malta, que viven en letargo indefinido hasta que puedan volver a ser rodelas sobre el pecho, mundos planos, brújulas rojas, relojes detenidos. Ahí ha estado la Hermandad, ofreciendo lo mejor posible a la Amargura. Yo vuelvo, todos los años impares, a poner estas palabras por obra recordando que hace ya 17 años -recuerdo quasi mayor de edad- los jóvenes que éramos, estudiantes como ahora, luchadores como ahora, vimos en la Amargura la excusa perfecta para ser del cielo y no ser de aquí, por más que ser de aquí, de los cuatro imperiales de su corona -Viriato, Regina, Feria, Gerona- sea ya de por sí como ser de arriba.

Ciertamente, de lo gris hay que sacar el blanco lienzo para vestirse de nazareno de San Juan de la Palma. Y en esa blancura instalados, tender la mano en la distancia a María. Su imagen parece estar lejana, pero más cerca que nunca nos aguarda. Ella, fuerte como torre de marfil, inaccesible como perla indiana o amatista en las minas, nos dice con Jesús: “Levantaos, se acerca vuestra liberación”. De lo gris de las lluvias, hemos sacado la luz de un sol incomparable. Una vez más, y van ya 67, fue 21 de noviembre en la ojiva y el dintel, la cúpula y el mármol, la cera y la flor. Fue 21 de noviembre, como siempre ha de ser, en las carnes entreabiertas de San Juan de la Palma.

Foto: Joaquín Bernal Ganga.










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