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Jueves pastoreños. Acerca de varios Santos vinculados con animales (I). Francisco Javier Segura Márquez


Tras haber celebrado, el pasado martes, la Memoria de San Antonio Abad, ofreciendo en su honor una Solemne Eucaristía con la tradicional Bendición de animales de compañía, queremos ofrecer en este Jueves Pastoreño una panorámica histórica sobre los Santos y Santas que, a lo largo de su vida terrena, se sintieron muy unidos a los animales, convirtiéndolos en criaturas hacia las que también iba destinado el mensaje de salvación, y que también participan, con su comportamiento natural, a engrandecer la hagiografía y el relato de los acontecimientos vinculados con estos santos que hoy presentamos.

 

El primero de ellos no puede ser otro que el muy famoso San Antonio Abad (251-356), conocido por su vida eremítica, la cual se convirtió en modelo de la de otros muchos Religiosos posteriores, que eligieron el desierto como lugar para su consagración definitiva al Señor. La tradición nos lo presenta en su iconografía habitual al lado de una jabalina, que había resultado ser madre de una camada de jabatos ciegos. La tradición afirma que San Antonio Abad curó la ceguera de sus crías, lo que llevó al animal a acompañarle agradecido durante toda su vida.

 

La capacidad de domesticación y afecto por los animales la compartía San Antonio Abad con su maestro y precursor, conocido como San Pablo Ermitaño (227-341), también llamado de Tebaida, región del Antiguo Egipto cercana a Tebas. Allí, hacia el año 250, más de medio siglo antes del Edicto de Milán que despenalizó la práctica de la Religión Cristiana, al inicio de la gran crisis del Imperio Romano que dominaba también aquel territorio, comenzó su vida oculta San Pablo, retirándose al desierto para evitar la persecución romana. Allí, cerca de una fuente y de una palmera, viviendo en una gruta comenzó su relación con los animales. Cuenta la hagiografía, que sobre él escribió San Jerónimo de Estridón un siglo más tarde, que San Pablo recibía pan para alimentarse gracias a un cuervo, que se lo hacía llegar a la cueva donde vivía retirado.

 

Allí recibió la visita de San Antonio Abad, que inspirado por Dios fue a buscarlo sin conocerle previamente. Al llegar Antonio a la gruta, el cuervo le trajo a él también pan como alimento. Pablo pidió a su nuevo amigo que le trajera una túnica que le había regalado San Atanasio, patriarca de Alejandría (296-373) para enterrarse con ella, pero no le dio lugar a volver antes de que muriera y encontró su cadáver en la gruta. Lo enterró Antonio con la túnica de San Atanasio y, según la leyenda, le ayudaron dos leones y otros muchos animales.  La presencia de leones nos recuerda cómo el propio San Jerónimo de Estridón (340-420), al que vemos muchas veces penitente en su gruta, se hace también acompañar de un león, que es más bien un símbolo de su fortaleza espiritual.

 

Entre aquellos primeros ejemplos de Santos vinculados con animales por su cercanía cariñosa con ellos, podemos entremeter el ejemplar testimonio de todo un pontífice de la Iglesia Católica. Hablamos de San Marcelo I papa (+309), cuya fiesta celebramos unos días antes de la de San Antonio Abad. Este pontífice, cuyo mandato duró apenas un año, recibió una dura persecución por parte de las tropas romanas, y se incluyó posiblemente entre los últimos cristianos que recibieron martirio por su fe. Tras ser cautivado, fue azotado y, para poner en menosprecio su dignidad, fue condenado a vivir en las caballerizas pontificias, equiparándose a los palafreneros, que eran, en muchas ocasiones, los empleados de más baja consideración por encima de los esclavos. Ello no supuso un agravio para Marcelo, sino que, al contrario, el cuidado de los caballos le supuso una de sus últimas satisfacciones por la fidelidad de aquellos animales que él mismo habría montado revestido de riqueza y majestad. Tras morir en medio de sufrimientos y privaciones, su cuerpo fue enterrado en el lugar donde hoy se levanta la Basílica romana de San Marcelo al Corso. Los caballerizos y palafreneros, por todo ello, le invocan como patrón y protector.

 

Terminada la historia del Imperio Romano de Occidente, seguimos encontrando ejemplos de Santos a los que se viene representando rodeados de animales, haciéndolos ejemplo de su labor evangelizadora. Una prácticamente desconocida para nosotros Santa Gertrudis de Nivelles (626-659), se consagró a la vida Religiosa, siguiendo el ejemplo de su madre, que convirtió en Monasterio su castillo a la muerte de su marido. El padre de Gertrudis ejerció el cargo de mayordomo de palacio del rey de los francos, cargo que a partir de Carlos Martel ostentarán sus sucesores hasta el 843. Regresando a la vida de Santa Gertrudis, sin extendernos más de lo preciso, hay que recordar que, por motivos muy diferentes a los que hasta ahora se han expuesto, a Santa Gertrudis se la vincula especialmente con los gatos.

 

Existen dos versiones: la primera, y más plausible, es la invocación que, a lo largo del siglo XV, los territorios de la Corona de Aragón y del sur de Francia dirigieron a Santa Gertrudis como protectora ante las epidemias de ratones. Dado que los gatos son voraces consumidores de estos roedores, se acabó vinculando a Santa Gertrudis con los felinos. Algunos afirman que ella y sus religiosas vivían rodeadas de gatos. Otra versión hace que los ratones representen a las Ánimas que siguen en el Purgatorio. Al librarlas Santa Gertrudis de sus padecimientos con oraciones, el Culto a Santa Gertrudis se unió curiosamente a los gatos.

 

Ya en la Baja Edad Media, surge en Europa la figura de Santos que siguen estando muy relacionados con los animales. Su amor por la naturaleza distinguió siempre a San Francisco de Asís (1182-1226), al cual muchas veces vemos predicando en mitad de la naturaleza mientras los animales le atienden, como lo vemos en los frescos de la Basílica de Asís realizados por el maestro Giotto, donde una bandada de pájaros detiene su vuelo para escucharle. Le vinculan también al amor por la naturaleza las palabras que empleó para componer el “Cántico de las Criaturas”, a modo de himno litúrgico, donde alaba toda la creación como signo de la presencia de Dios. Su texto ha sido inspiración de muchos que se han recreado en la belleza del mundo como obra divina. El último de ellos, con gran repercusión fue la encíclica “Laudato Sí”, del papa Francisco, que en efecto toma como título el tercer verso de dicho poema.

 

Muy pronto, el carisma de San Francisco de Asís conquistará a muchos, llevándolos a seguir su ejemplo de vida religiosa. Uno de los discípulos más destacados será San Antonio de Padua (1195-1231), que no va a la zaga de su maestro en lo que a relación con los animales supone. Si el Poverello de Asís se hizo escuchar por una bandada de pájaros, cuenta la tradición que San Antonio predicó a los peces, que brincaban sobre el agua para escucharle, como podemos contemplar en la pintura de su Basílica paduana. Especialmente sonoro por su significación eucarística es el prodigio de la mula que se arrodilló ante el Santísimo Sacramento ostentado por San Antonio. La tradición es que un fiel negó la real presencia de Cristo en la Eucaristía y se negó a postergarse. Su terquedad quedó subrayada por aquella mula que rindió sus cuartos ante el Señor. De esta piadosa costumbre pueden provenir, en parte, las humillaciones que los bueyes llevaban a cabo, no hace mucho tiempo, ante la Ermita del Rocío durante la presentación de las Hermandades.

 

La próxima semana continuaremos con la segunda parte de la historia de estos santos vinculados a los animales, alcanzando en su trayectoria los albores del siglo XX. Bendigamos al Señor por la existencia de todas sus criaturas, en las que el hombre encuentra la presencia inmanente de Dios.










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