Arte Sacro
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El lotero de La Macarena. Abel González Canalejo


 Las tabernas de barrio – tabernáculos de la gracia sevillana – son buenos campos de recolección del sentimiento popular.

Y al llegar estas fechas, como no, sus feligreses comienzan a airear todo lo relativo a las hermandades de su preferencia: estrenos, noticias, críticas y revisión de la actualidad general. Lo cual es en sí una muestra más de cómo las hermandades y cofradías son el corazón que bombea ilusión a gran parte del orbe sevillano.

A mí me gusta acodarme discretamente en las barras y, pasando desapercibido, pegar el oído a lo que “los fieles del tinto de las doce” vienen a contar.

En cierta ocasión, interrumpió mis pesquisas un vendedor de lotería – tullido el hombre – que exclamaba a viva voz:

“… el que quiera quitarse la hipoteca, ahora es el momento…”

Y ante la indiferencia de los presentes respondía:

“¿… que me vais a ignorar?. Allá ustedes, los millones los llevo yo…

Tan dicharachero me resultó que me decidí a comprarle un cuponcillo. Y mientras me lo daba vi en sus ojos, justo detrás de su sonrisa, una profunda tristeza. La huella marcada de una vida perra.

Pensé: “Hay que ver cómo se llora en Sevilla…”

Aquí, las penas se visten de sonrisas y las alegrías se bañan en lágrimas. La sonrisa y el llanto simultáneos son la expresión más común de la emoción que rebasa la garganta, cuando una buena “chicotá” o una buena “mecía” se plantan en mitad del corazón de un cofrade en una calle cualquiera.

¿Y cómo ha aprendido Sevilla a trocar llanto por sonrisa y sonrisa por llanto con tal facilidad?

La respuesta es clara: lleva tres siglos contemplando a la mejor de las maestras. La que muestra su sonrisa aún devorándole la pena por dentro:

Llevo un dolor escondido.
Lo disfrazo de alegría.
Pero duele cada día,
y olvidarlo… no lo olvido.

Treinta años he vivido
que han sido treinta condenas.
Y aprendí a ocultar mi pena
mi dolor y desengaño,
porque llevo treinta años
mirando a la Macarena.

Foto: Alberto García Acevedo










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