Viernes de reencuentro con el Gran Poder. Aurora Flores. ABC
El epicentro de Sevilla era ayer la Plaza de San Lorenzo. Desde muy temprano, desde antes incluso de que saliera el sol del verano, cientos de pensamientos iban hacia el Gran Poder desde las casas y los barrios aún dormidos mientras sus propietarios madrugaban para acudir a una cita llena de expectación y de un cierto leve temor después de la restauración y tras tanta opinión agorera y tinta vertida acerca de cómo quedaría la nueva imagen del Señor de Sevilla y sobre si podría tambalearse, por una percepción física tan gran devoción, que ayer, volvió a demostrarse, es inamovible, intocable, fiel...
Tan fiel y tan deseosa estaba la gente de reencontrarse con el Señor que las puertas de la Basílica no pudieron cerrarse a la hora prevista, las diez de la noche, y se mantuvieron abiertas hasta que la última persona puedo acercarse al Gran Poder.
Pero, a primera hora, con los periódicos en los kioscos, ya pudieron comprobar cómo en 25 días el Señor de Sevilla había cambiado, al menos de color. Pero había que comprobarlo, y volver a reencontrarse con Él, y mirarlo de cerca, y besar su mano. De nuevo.
Las siete y media de la mañana y ya había gente esperando ante la basílica. A esa hora justa, el primer capiller, Miguel Martín —25 años en la Hermandad— , abrió las puertas y Sevilla, poco a poco, comenzó a desfilar ante su Señor. La mañana parecía, y era, de fiesta en San Lorenzo, en un batiburrillo de despertares que convirtió la plaza en la verdadera confluencia de los amores de Sevilla,
El paisaje, variopinto, se alejaba y se acercaba al de cualquier día: gente formando la cola, ropa informal y veraniega frente a la inmobilidad de la estatua de Juan de Mesa, un anacrónico camioncito de Lipassam en medio de la Plaza, un cuponero en la puerta de la basílica, la tiendecita sin nombre ya, con sus camisetas y alpargatas de exhibición colorista colgadas en la puerta, el bar El Sardinero con los veladores a rebosar y su estampa de viejecito mojando la «tostá» en el café con leche, la tranquila lectura del periódico en los bancos, las abuelas con los niños, las fachadas laterales en obras cubiertas con sus mallas verdes, las palomas ajenas al revuelo humano, incluso el desarrapado que desde las nueve bebía con fruición su litrona, tan distraido del día como las palomas, o la olvidada palma del Domingo de Ramos en el balcón, crujiente, amarronada, atada con cintas de bandera de España.
Ayer en San Lorenzo todo era barrio y la gente, ayer, era del barrio del Gran Poder. Desde las nueve de la mañana, conforme avanzaba el día, la cola para ver al Señor y participar en el besamanos extraordinario comenzó a formarse poco a poco para primero alcanzar las puertas de la parroquia de San Lorenzo, donde la Soledad, vestida de blanco, resaltando en el sofocante ambiente del templo y el olor a cirio quemado, recordaba, entre cuatro o cinco fieles, al Señor en el mismo espacio, hace más de cuarenta años. A las diez, la cola comenzó a dar la vuelta a la parroquia de San Lorenzo y ya se adentraba en la calle Eslava, con la gente buscando la sombra de una jornada calurosa. Así sería a lo largo de todo el día, hasta la madrugada, con un intervalo de tres a cuatro de la tarde fijado por la Hermandad para que los fotógrafos y profesionales, pudieran hacer su trabajo, y otro a las ocho y media de la noche, hora en la que se celebró una multitudinaria misa de acción de gracias, tras la que volvió a reanudarse el besamanos.
Túnica morada y sencillez
Bajo la cúpula, en fondo, esperaba el Gran Poder con túnica morada lisa, sencillo. Faltaban el tapiz rojo, los ángeles, los faroles.. y no eran necesarios. Sólo la Cruz de Salida permanecía detrás del Señor, desdiciéndose de aquello que pudiera recordar al boato de los cultos de Semana Santa y dejando que nada distrajera la atención de la siempre imponente figura. La gente se acercaba respetuosa, en silencio, sin poder sustraer la mirada del Señor de Sevilla desde la misma puerta. Algunas señoras limpiaban con pañuelos de papel el carmín de sus labios antes de besar la mano del Gran Poder, bombardeado por fotos de móviles. Todo el mundo recorría el camino hasta la imagen como si fuera muy largo, y al llegar, no había ojos para contemplar todos los detalles del rostro descubierto.
«Nuestro Padre»
«Es el mismo» —decía arrobada una señora mientras que otra le piropeaba bajito: «bonito». «El Señor es nuestro Padre»... Respeto, adoración, devoción, fidelidad, amor se leían en los ojos de hombres, mujeres y niños de todos las edades. Nadie se privó de besar la mano del Señor, recién restaurada, mientras las hermanas se turnaban con el pañuelito blanco de beso en beso, pero incluso hubo alguien que intentó pasar rozando entre los dedos del Gran Poder una gran medalla.
«Alegría emoción»
En la Hermandad, los enchaquetados miembros de la Junta de Gobierno no podían ocultar su satisfacción. El hermano mayor, Enrique Esquivias, decía sentir «inmensa alegría y emoción» ante la respuesta de hermanos y devotos «que no conozco» y que, sin embargo, «se han acercado a darme la enhorabuena por la restauración». Los restauradores, los hermanos Cruz Solís, también recibieron unánimes elogios y ningún comentario negativo por el trabajo que han realizado junto a Isabel Pozas. El Señor, que anoche volvió a su altar, mostraba su rostro más dulce, de una belleza que se había llenado de ternura, aún con su proverbial fuerza, y ahora con sus regueros de sangre patentando la frescura de su sufrimiento. Mientras en la hermética cámara instalada en la Sala del Tesoro Litúrgico, quírófano de esta transfiguración del Gran Poder, continúan en sus platillos los jazmines que durante todos estos días le ha llevado al Señor Antonio Ríos, y siguen, casi sonando los leves sonidos del trabajo, los susurros de las palabras, las imágenes imposibles de la minuciosa labor, el Gran Poder vuelve a esperar hoy, mañana, pasado, siempre, la inaplazable visita de los sevillanos.