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CARDO MÁXIMO. Las titas y las tatas. Javier Rubio. El Mundo.


NAVARRO ANTOLÍN, colega de la competencia y sin embargo amigo, ha dado a la imprenta un libro (Nazareno dame cera, editorial Jirones de Azul) que él supone de vivencias cofradieras de 32 personajes destacados de la ciudad, pero que en realidad es un meritorio tratado antropológico que deberían adoptar como manual en la Facultad de Geografía e Historia que le es tan familiarmente cara para dibujar el paisaje y el paisanaje de la ciudad entre los años 20 y 70 del siglo XX y del que el comienzo del relato del profesor Márquez Villanueva, trasterrado en Harvard, es el mejor resumen: «Nací en la calle Oriente, en una casa que ya no existe». Porque, en efecto, nada de lo de entonces existe ya.

Lo que empezó siendo una indagación en la memoria de las cofradías, ha acabado por ser un retrato vívido de la Sevilla de antes y después de la guerra: aquellos delantales espercudidos, los babis de los mozos de los almacenes coloniales, los aprendices repartiendo en bicicleta, el arroz en conchitas de los domingos, el nazareno de las Penas con los grilletes, los verduleros de la Encarnación a pie de puesto el mismo Viernes Santo, los tranvías del Aljarafe, la visita a los siete sagrarios y el hambre, que se cuela por los resquicios de todos los relatos, donde aparecen ensoñaciones infantiles de fuentes atiborradas de torrijas, arroz con leche, bacalao con tomate o rosquillas en las casas y vinazo de garrafa y aguardiente para que los cargadores del muelle aguantaran, sucios y mal vestidos, la corría de Ramos a Pascua.

En realidad, los protagonistas no son los entrevistados sino las generaciones que les precedieron. Allí están los padres severos, inflexibles con los horarios tanto como con sus ideales, rectos y con un abnegado sentido del deber que aún causa admiración; y también las madres, devotas y replegadas casi tanto que no se les ve nada más que planchando túnicas, cocinando o trajinando. Y los abuelos, orgullosos de que el rito familiar perdure.

Pero, sobre todo, están las titas y las tatas. Esas tatas, pacientes y silenciosas, al cuidado de los pequeños y esas tías solteras que se cargaban de sobrinos para llevárselos de reata a las sillas a pasar la tarde; las tías con casa en el centro a donde se trasladaban los sobrinos durante una semana; y las tías que cuidaban de la devoción familiar hasta el punto de que uno llega a pensar que la Semana Santa se hubiera extinguido sin su concurso.

En resumen, un delicioso recuerdo de la patria infantil al que sólo cabe objetarle un reproche: «Miarma, ¿queda algún soleano más que no haya salido en tu libro?».

Javier Rubio, redactor jefe de El Mundo.

javier.rubio@elmundo.es

Nota: Artículo publicado el miércoles 18 de febrero.

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