Arte Sacro
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Saetas de versos laicos de Antonio Zoido


Arte Sacro. Algo de lo que los días de la Semana Santa resumen es lo que el autor ha intentado hacer constar en esta Saeta de versos laicos (Signatura Ediciones) que no tiene estructura de discurso ni de ensayo, que no es tesis, ni antítesis, ni síntesis. Ni siquiera raciocinio. Sus renglones se han fraguado como fragmentos de interioridades encontradas y hasta contradictorias, pensamientos que, a lo mejor no tienen nada que ver con lo que en realidad pasa, inflexiones mentales que quizás alguien considere faltas de fuste.

Pero están escritas, intencionadamente, para que nadie pueda usarlas nunca en discursos por nadie que busque afanosamente nuevas fuentes para la declamación altisonante: son visiones de la Semana Santa destinadas a columpiarse desde el sentimiento a la perplejidad: las únicas verdaderas para quien no pretende ser entendido.

Sus páginas son el esfuerzo del viajero interior por explicarse a sí mismo lo inexplicable que, al fin y al cabo es lo mismo que intentar echar fuera la angustia dramática de la vida circular, cíclica, que, a pesar de tópicos, clichés, estereotipos, ojo comercial tradicional o moderno consumismo, parece volver siempre a su punto de origen: el de distraer a la vida personal de su final ineludible, el de arraigar a la vida colectiva en un horizonte perdurable. Por eso el autor, sin causa racional aparente, y con todos los argumentos en contra, se empecina en afirmar que la celebración general e íntima de la Semana Santa nace, se reproduce y no muere.

 Todo lo contrario de quienes, tratándola, la plantan a veces simplemente, a veces con demasiada complicación– en la línea disyuntiva que discurre entre la religión y la fiesta y en consecuencia, o no comprenden nada o intentan llegar a una conclusión apresurada que, en el fondo, no es sino un sofisma. Suelen ser cartesianos de vía estrecha, hegelianos trasnochados o bien los de siempre: partidarios de aquel fraile del colegio de Santo Tomás, el Padre Alvarado, que se llamaba a sí mismo El filósofo rancio.

Que esos siete días son fechas muy señaladas en un calendario religioso resulta algo imposible de negar, que señalen el punto más alto del año en la ciudad tampoco puede dudarse. Es igualmente obvio que esa religiosidad se encarna en la doctrina y en la historia del cristianismo, pero también lo es que, en su concreción andaluza, la conmemoración apareja una metateología, una metahistoria y unos metacánones que no existen en la liturgia católica y que nacen, en cambio, de una sociedad con hondas coherencias, tanto que a veces impiden ascender.

Sin dejar de ser del universo y urbana, orbis et urbis, la Semana Santa se explicita como algo propio no sólo de toda Sevilla, sino también de cada barrio y de cada uno de los enclaves de un barrio que, encarnando a sus patronos, o sea, encarnándose a sí mismo como realidad ultracontingente, celebra con su salida la fiesta anual; de cada casa, de cada familia que por avatares cualesquiera se enraizó en el evento y lo mide de generación en generación con el metro costurero de los recuerdos. De cada persona que se sumerge en ella y la convierte, en fin, en un hecho íntimo, transferible pero incomunicable.

Por eso los mismos días pueden ser posesión, propiedad o pertenencia de grandes y de pequeños, de ricos y de pobres. De creyentes, de incrédulos y de quienes no saben a qué carta quedarse. Cada cual intenta hacerla, conservarla, transmitirla a su imagen y semejanza y por eso nunca pudo ser acaparada totalmente por la Iglesia católica ni por la autoridad real, civil o militar aunque todos lo intentaran en muchos momentos. Por eso ha traspasado los siglos llevándola adelante, unas veces, próceres y personalidades y, otras, gentes de cultura y horizontes muy limitados. La Semana Santa en Andalucía y en Sevilla es un misterio humano que, como todos los misterios, está transido por la contradicción irresoluble.

Si inaprehensibles son muchos de sus elementos, otros tantos viven incrustados en la cotidianidad. Cuando alguien dice “–Ole, eso es un paso y no el del Cachorro", todo el que escucha sabe que la frase ha ido dirigida al caminar de una muchacha de hermosas piernas y caderas cimbreantes. La letra de una sevillana pone como prueba evidente de la belleza de la ciudad el hecho de que el Gran Poder decidiera vivir en ella y se corrobora con la mayor naturalidad.

Está claro que, cuando menos, eso implica una diferencia con esquemas mentales de personas de otras latitudes a las cuales la relación entre un trono procesional y las pisadas de una joven posiblemente no les aparezca por ninguna parte, lo mismo que no dan por sentado que el Señor de San Lorenzo o la Virgen de la Macarena sean de carne y hueso. Todo eso ha llevado, frecuentemente, a los de allá a conclusiones equivocadas y ha acarreado otros problemas a los de acá.

Ernesto Sábato, viajero por tierras andaluzas, paseando un día por la desolación dominical del agosto sevillano, escuchó a una anciana que, asequible al desaliento, esperaba la llegada de un autobús municipal: –esto está más parado que el silencio.

El argentino, perplejo ante la frase, escribió pocas semanas después en un diario nacional un artículo acerca de la hondura del habla sevillana, concluyendo con el elogio a la capacidad intuitiva de este pueblo para alcanzar síntesis inmarcesibles, porque en nada hay –explicaba– menos movimiento que en la ausencia total de sonido.

Aquella señora, sin embargo, no hacía otra cosa que tomar prestada una imagen de la Semana Santa, la de una cofradía tan "aburrida" para ciertos gustos populares como la de El Silencio, aplicándola por igual a la quietud finisemanal del lugar y a la cachaza proverbial del medio de transporte.

Sábato se volvió a Buenos Aires dejando de recuerdo una hermosa página; falsa como las de tantos otros viajeros, pero con la que contribuía a la pervivencia del estereotipo de una "Andalucía diferente" y de unos "andaluces diferentes". Era la penúltima concreción del cliché que, para bien o para mal, los sevillanos llevamos a cuestas y, a la vez, propagamos ingenuamente desde el siglo XIX.

A partir de entonces Sevilla se llenó de tópicos que corrieron de boca en boca y de pluma en pluma, incluso a costa de reinterpretar el sentido originario de las cosas con el concurso de los mismos sujetos sobre los que el tópico caía.

Eso le pasó a la Casa de Pilatos, promotora del neomudéjar. El neomudéjar tomado como cliché puso en circulación en todo el mundo el orientalismo y, con él, un elemento imprescindible, el ajimez partiendo las ventanas. Las del palacio de los Duques de Alcalá nunca lo habían tenido pero acabaron, a la vuelta de aquella circunferencia, adoptándolo. Si era necesario ser "neomudéjares" a toda costa ¿cómo había de serlo menos la madre que lo había parido?

Mantener el cliché era el problema: un buen día Guerra, el torero con fama del filósofo vulgar de Mal Hara, se encontró en la radio con Ortega y Gasset y cuando le dijeron que aquel señor era filósofo, el tópico se encargó de pregonar que el matador había dicho: hay gente pa to, así, tal como sus acompañantes lo habían entendido y que, para gente no acostumbradas a las eses finales andaluzas, era decir hay gente hasta para las cosas más raras y, de paso, pregonar por extensión el raro sentido de la realidad de los de Despeñaperros para abajo.

Sin embargo el maestro no había dicho sino la frase tópica que cualquier matador de toros suelta cuando le anuncian que existe un nuevo nombre en la torería: hay gente pa tos, o sea, para que todos podamos seguir viviendo. Algo que no entraña una visión filosófica del mundo sino que es una simple regla del derecho mercantil intangible por el que siempre se rigieron las aficiones, fueran taurinas, flamencas o devocionales.

Pero no hagamos de todo ello un casus belli; los clichés han funcionado siempre: los crearon en la antigüedad las gentes que inventaron misteriosos tambores para hacerse llamar "hijos del trueno" y asustar a sus adversarios con sonidos roncos que nadie sabía de dónde procedían. Los usó Hernán Cortés en la conquista de México en cuanto descubrió que aquellos indígenas esperaban a dioses blancos y barbados que llegarían del Este. Se han usado en Sevilla, desde Estébanez Calderón, para llamar la atención sobre un mítico mundo árabe perdido pero existente todavía en la fiesta gracias al olé colectivo que remata lo mismo un pase de pecho que una saeta bien cantada.

Federico Corriente en su diccionario de arabismos y falsos arabismos trata como no– del término olé, considerado tradicionalmente como invocación a Allah y explicación obligada para foráneos e indígenas sobre la sacralidad del cante de la saeta flamenca o la corrida de toros, y concluye que no puede provenir del árabe por razones filológicas que parecen evidentes y, seguramente, lo serán.

De ese grito – y de una fácil explicación de lo que somos destinada a contentar a turistas desprevenidos y dispuestos a la credibilidad en la barra de una taberna– estuvo colgado entonces casi todo lo que se produjo en los terrenos de la cultura y el saber popular, donde lo moro y, a la vez, la lucha contra lo moro silueteaban una Andalucía mora y cristiana a un tiempo en dualidad imposible pero exportable.

Extraña paradoja comprendida, sin embargo, perfectamente por aquellos viajeros que llegaban dispuestos a explicitarla en sí mismos y en los libros que escribían. Esto era Oriente dado que ellos buscaban exotismo, y era Occidente porque el viaje suponía una cantidad muy inferior de francos, libras o liras que la necesaria para recorrer Egipto, Arabia o la India y aún menos peligros. Desde el tren y apenas pasado Despeñaperros, Edmundo D'Amicis descubría chumberas y sacaba la conclusión lógica de encontrarse en África sin pararse a pensar que aquellas plantas eran americanas.

El cliché fue un coste con el que los indígenas hubieron de correr pero, ya que las faltriqueras de los visitantes arribaban llenas y se volvían vacías, las teorías de los Travel's handbooks se hicieron carne y habitaron entre nosotros.

También hay que entenderlo por una y otra parte: corrían años en los que los ingleses inventaban el estilo victoriano importando las geometrías de los tejados hindúes y los franceses miraban ya hacia Argel a través de los libros de Charles de Foucault y buscaban Oriente en los locales de varietés llamados Alhambra. Nada tiene de extraño que se pensara en un alma de Andalucía configurada con la airosa redondez del arco de herradura, la tonada árabe de los arrieros y el canto con origen sefardí del preso en la ventana de la cárcel.

Así lo había creído también Gustavo Adolfo Bécquer cuando, volviendo melancólico a su juventud sevillana perdida, nimbó con la misma aúrea que los carlistas pusieron a su "ley vieja" las fiestas, gentes y escenarios de un paisaje cultural, agostado por la historia y rematado por los catalanes y vascos que llegaban a este valle fluvial de lágrimas para colonizar dehesas y marismas.

Pero el simple mito historicista sonó decididamente a falso a partir del 98: algo tan diáfano como el obvio panorama de un belén era demasiado lineal para poder desvelar los entresijos de la tierra que, después de ser plataforma de lanzamiento de un imperio, cristalizaba ahora al revés, hacia dentro, como las geodas.

Sevilla se vio impelida a buscarse a sí misma en otra dirección y, a principios del XX, se rehizo como finisterre dorado gracias al descubrimiento maravilloso e inmaterial de la metáfora; así lo anunciaron a los cuatro vientos los integrantes de la "Generación del 27" en su homenaje a don Luis de Góngora y Argote en el Ateneo: ni Andalucía ni Sevilla estaban hechas de pasado sino de metáfora. Ni mora ni cristiana, esta tierra salía adelante aprendiendo a unir las cosas de modo surreal tanto si se trataba de flamenco, de toros o de Vírgenes que lloraban alegremente, como cuando la rara hilazón se derramaba por los aspectos más consuetudinarios de la vida. A partir de ahí Sevilla no tuvo razón política, ni siquiera razón ética; solamente la sostenía una razón estética que, después de todo, es la que también sostiene desde hace siglos a Viena, Venecia, París, Nueva York o San Petersburgo.

Contribuir a la permanencia de la razón estética de una ciudad, luchar contra quienes desde el simplismo o el mercantilismo pretenden destruirla, contemplar la vida que pasa de generación en generación y no se acaba, contarla y cantarla con limpieza de alma: esa es la cuestión.

Si desean más información, pueden contactar con Signatura Ediciones, en el teléfono 954.95.11.19  / 649.59.69.39 o a través de la dirección de correo electrónico
signatura@signaturaediciones.com

 










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