Pequeña Jerusalén salesiana. Antonio Muñoz Maestre
El Domingo ha llegado antes de tiempo. Mientras fuera refulge la media mañana, y en el exterior, el sol saca brillo de la plata repujada para su Estrella o su Esperanza, el Colegio adelanta los Hosannas y abre la semana del Amor.
El Dios que buscaba ejemplos sencillos, el que aludía a los lirios del campo y a los pájaros, ha elegido el mejor lugar para hacerse presente. El enorme patio se convierte en escenario de la Entrada Triunfal, con sus barandas repletas de almas jóvenes que enarbolan el orgullo de sentir a Jesús Nazareno en medio de ellos. Sin importarle su aspecto, porque los niños aprendieron antes lo que nosotros olvidamos pronto: a ver solo el alma.
Aparece una pequeña cruz de guía. Dos palos clavados. Lleva colgados varios juguetes y material escolar. La cortejan dos ciriales fabricados con cualquier elemento cotidiano. El senatus y el estandarte pintados con mimo para que se sepa lo que son. Una minúscula banda toca trompetas de plástico y sus pequeños componentes imaginan estar interpretando las notas que suenan por la megafonía del Colegio. Los nazarenitos, sobre túnica azul marino, llevan capirotes de papel recortado, con escudos dibujados y coloreados. Las niñas lucen mantillas y collares como si el tiempo les hubiera regalado provisionalmente quince años de su reloj. Dos infantiles beneméritos velan por la seguridad de la procesión, y cuatro soldaditos romanos cierran solemnemente el cortejo.
Todo parecería un juego. Pero no. Jesús está realmente entrando en Jerusalén. No importa que su imagen sea un simple juguete tocado con espesa barba, que la borriquita sea un peluche, que la palmera sea una planta de plástico o que para Zaqueo se haya usado un muñeco atado a ella. Ya sabemos que en esta ciudad, tras la Entrada en Jerusalén siempre vendrá el Amor.
Y hoy el Amor, como el domingo, ha llegado antes que nunca. Flota en el viejo patio porticado, como fantasma fraternal que nos une a todos con una irrompible cadena. Se refleja en las sonrisas y lágrimas de padres y madres, en los rostros abrazadores de los maestros, en las gracias dadas al cielo por los miembros de la Comunidad. Hay amor en unos pétalos que los compañeros más grandes arrojan desde la balconada cuando el paso cruza bajo ellos (y más amor al comprobar que los pétalos son papelillos de colores recortados a mano por ellos mismos).
Hay Amor detrás y delante de esta entrada en Jerusalén. Aunque no vaya crucificado ni podamos verlo. Su mirada, ahora invisible, recorre las pequeñas filas, da apoyo a los pequeños que se cansan en el corto recorrido por el calor ya sofocante, hace de diputado de tramo, de “aguaor” de los costaleritos, y goza como cualquiera de ellos. Primero, porque los quiere a todos. Y también, porque no olvida las muestras de cariño de tantos treinta y unos de enero.
Y no. No falta la Virgen, Aunque tampoco la veamos. Detrás de la Entrada en Jerusalén, detrás del Amor de Cristo, siempre llega su Socorro. Solo que aquí la llamamos Auxilio. Significa lo mismo, ¿no?. Cosas de sinónimos. Ella está muy cerca. Espera sentada a que la procesión termine. No acaba de acostumbrarse a la Pasión, y prefiere siempre a su Niño en repetida reminiscencia navideña.
El Dios que van llevando por el patio bendice ya a todos y cada uno de los miembros de esta gran familia. El cortejo pasa por delante de un particular palquillo en el que los profesores más que dar, reciben la venia de sus pequeños pupilos.
El recorrido termina. Jesús de Nazaret ha entrado en la Jerusalén trianera de la forma que siempre quiso. Envuelto en unos hosannas que jamás se convertirán en clavos de traición. Tras Él, con Él o junto a Él, como siempre, el Amor. Y cerca del Amor, sin pañuelo de dolorosa, sin palio, con una sonrisa perenne y soñando flores de mayo, la misma Madre del Socorro, que por obra y regalo de Don Bosco, tantos llamamos Auxiliadora.
Fotos: Antonio Muñoz Maestre