Arte Sacro
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La Voz de Dios. Miguel Andreu


 La nave del antiguo refectorio de San Agustín le dio cobijo en su llegada. Sus ojos volvieron como siempre, llorosos y perdidos, como si nada se pudiera hacer ya por el cercano sacrificio. Sus amoratadas llagas nos dejaron entrever más que nunca lo duro y cruento (sí, cruento) que fueron esos ratos que pasó entre la soldadesca romana, entre bufones que no sabían hacer otra cosa que burlarse del mismo Dios ¡ay, pobre de ellos! si hubieran sabido… Sus manos abrazaban la única propiedad que hasta ese momento le quedaba, aquello que hoy pensamos que quizás no tiene uso ninguno, una simple caña.

La tela encolada de su clámide le cobijaba de los fríos de la noche de una presentida Cuaresma más renovada que nunca. Estaba allí, a casi nuestra altura, como siempre le conocimos: humilde en la grandeza de los que de verdad son poderosos. De los que callan y en su silencio nos lo están diciendo todo.

¡Cuántos escribas y fariseos se rasgarían sus vestiduras al ver que, después de más de veinte siglos, le seguimos adorando!… pero con todo nuestro corazón y nuestra alma. ¡Cuántos gobernadores dudarían si lavarse las manos, para no verse implicados en un momento de tanta trascendencia!. ¡Cuántos reyezuelos burlones recobrarían la cordura al contemplar que nadie de los allí presentes pedía un milagro para continuar con la mofa!. Porque no nos hacía falta nada de Él, sólo tenerle cerca, su presencia que tanto nos llena. Ni tan siquiera quisimos tocarlo ni besarlo. Sólo con imaginar que volvemos a reflejarnos en el cristal de sus lágrimas, teníamos bastante.

Nos llama a gritos. Lo noto y lo siento cada día más. A gritos no voceados, sino como dardos que se clavan en tu alma o en el corazón, quien sabe dónde… Es el imán de la vida de muchos, el silencio del bosque que sigue al vendaval, la calma que llega tras la tormenta, el alfa y la omega, el principio y el fin, la partida y la meta de todos los que han dejado ese qué se yo entre los muros del antiguo convento. ¿Le habéis dado las gracias por algo? ¿Le habéis pedido como siempre lo imposible? Da igual, lo importante es que le habéis hablado. No sé por qué pero sé que os ha escuchado, nos ha escuchado a todos. Porque conmigo lo ha hecho. Os lo juro. Y le he oído con la claridad meridiana que un padre le habla a su hijo. El corazón le habló al corazón. La lengua sólo habla a los oídos.

Alguien dijo una vez que en la noche, los sonidos son ausencias que se añoran o presencias que se temen. Pero les aseguro que no lo hubiera dicho nunca si hubiera escuchado el silencio sonoro de la presencia de Él. No había miedos, ni temores, ni penas ni recelos. Porque era Dios, el mismo Dios, al que teníamos delante.

Miguel Andreu










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