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Cines de verano. Álvaro Pastor Torres


 De la película del oeste con aplausos  cuando el bueno-guapo se cargaba tras interminable duelo a un malo-malísimo, al cortometraje insufrible e ininteligible de un director finlandés conocido en su casa nórdica de madera a la hora de comer salmón. Del plato de tomates aliñados con un tercio bien fresquito a las baguettes precocinadas y plasticosas con refrescos de máquina en vaso de cartón. De corralones y garajes a patios de edificios multiusos donde te miran mal si te escuchan comer pipas, aunque tires las cáscaras en una bolsa. Si a Sevilla no la conoce ya ni la madre que la parió (como pronosticó Alfonso Guerra con unas dotes adivinatorias envidiables), muchos menos a sus cines de verano.

El Ideal, con sus avisos de expulsión a los niños del barrio -lo mejorcito de cada casa del final de la Alameda de los Hércules- era un clásico. El cine estaba en el patio de una casa dieciochesca que había sido originariamente colegio jesuita y más tarde acabó convirtiéndose en la última sede que tuvo la Inquisición en Sevilla. Chaves Nogales, o su alter ego biografiado Juan Belmonte, cuenta que siendo él un chiquillo con ansias de ser torero, debía ir todos los días a un colegio allí instalado, donde el maestro –imbuido con la teoría de que la letra con sangre entra- les amenazaba con bajarlos a los sótanos donde aún se conservaban los objetos de tortura del Santo Oficio. Después se rebajó la cosa al cuarto de los ratones, más tarde a la silla de pensar y ahora directamente es la agresión al profesor lo que se estila.

Creo que fue en el Ideal cuando una calurosa noche agosteña, en una de romanos, mientras Nerón cantaba a una Roma de cartón piedra en llamas, salió volando de las ultimas filas de general –en preferencia no se estilaban esas cosas- una botella de litro de “La Cruz del Campo” e impactó de lleno en la pantalla a la altura de la boca del emperador. La ovación cerrada por la puntería debió escucharse hasta en la Barqueta. Otro de los cines veraniegos con pedigrí popular era el Santa Catalina, donde los desenfoques y cortes en la cita se  protestaban más en los balcones de la calle Alhóndiga que en el propio local.

En los pueblos el ambiente era similar, salvo el día de la función benéfica a favor de Cáritas en que aparecían por el cine todas las fuerzas vivas de la localidad, incluidas las monjitas del asilo. Era al final del verano, ya entrado septiembre y sus noches de rebeca. Un año proyectaron la vida de San Francisco, sin reparar en que a mitad de la cinta el Poverello de Asís se despojaba de la túnica y se quedaba en pelota picá. Algunas monjas estuvieron al borde del síncope, a otras ese día les empezó a gustar el cine.

Publicado en El Mundo de Andalucía, Edición Sevilla, el Jueves 13-VIII-2009










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