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Calles que hablan: San Fernando. Álvaro Pastor Torres


De Carmen a Pelsmaeker

 Tragedia y carcajadas, como la vida misma. De la navaja en la liga de Carmen la de Merimé (o la de Vicente Aranda, que tenía toda la cara y las tetas de Paz Vega) a la saeta con guasa que le cantó un gitano, empleado de la tabacalera, al Cristo hercúleo que Joaquín Bilbao había tallado para el misterio de la cofradía de las Cigarreras: “ten cuidao sayón/ que como el Señor se suelte/ la divina bofetá/ va a ser bofetá de muerte”. Por cierto, los sayones, feos y malos como ellos solos, habían sido bautizados por el ingenio popular como “El Verrugas”, “El Mellao” y “El Esparraguero”. Y no contento el improvisado cantaor –o quizá demasiado por culpa del “alpiste”- completó la faena a la salida del palio para ajustarle las cuentas a don Ramón Anido, cajero de la Fábrica de Tabacos que pagaba semanalmente a los obreros, cuyo cuerpo de gigantón se asemejaba al del nuevo Cristo atado a la columna: “Madre mía de la Victoria/ que penita y que dolor/ que te han quitao a tu Hijo/ pa poner al pagaó”.

 He mudado varias veces de tamaño y hasta de piel; la última -arrancada a golpe de talonario para poner esa inutilidad que responde al nombre de Metrocentro- me ha quedado demasiado sensible. Mi primera urbanización se comió parte de la huerta de la Alcoba, en los jardines del Alcázar. Y poco después vi caer la barbacana, rellenar el foso y tirar la vieja muralla almohade que defendía Isbiliya por el sur, y cuyos cimientos descansan bajo mi ser a mediación de la calle y de vez en cuando salen a la luz. Porque de planes, retranqueos, alineaciones, expropiaciones no consumadas y ensanches fallidos podría hacer varias tesis en las que muchos iban a salir escaldados. Desde el conde de Halcón -más conocido como “el alcalde palanqueta” por su afición a los derribos- hasta la actualidad pocos regidores hispalenses se han librado por fas o por nefas de una polémica con la calle San Fernando como epicentro: el conde de Urbina, Rafael Medina, Pérez de Ayala, Moreno de la Cova, Juan Fernández, Fernando Parias... hasta el ínclito Monteseirín, que para no ser menos que sus antecesores propuso en el fragor de la última campaña electoral expropiar y derribar ocho inmuebles no catalogados en la acera de los impares -la de los pares solo tiene dos inmuebles: la Universidad y el hotel Alfonso XIII- para abrir varios accesos al Alcázar. Parece que todo quedó en un calentón primaveral.

 Y aunque en la actualidad soy más bien anchita, para lo que se estila en el cogollo de esta ciudad, es imposible que aquí cupiera toda la gente que jura y perjura haber corrido delante de los grises a caballo cuando por intentar defender las libertades te daban con saña unos terribles vergajazos en las espaldas y la secreta que paraba en el bar España te llevaba al T.O.P.

Bajo mis entrañas corre encauzado y entubado el bravío Tagarete, arroyo chico pero matón que tantos disgustos dio a la ciudad en forma de inundación, más también movió muchas ruedas de molino en la vieja fábrica de tabacos. Su desembocadura, junto a la torre del Oro, era el indicador más certero de las inundaciones, pues cuando las aguas del Guadalquivir llegaban al borde de su caño la riada no la paraba ya ni la mismísima Virgen de las Aguas del Salvador.

 Calle sin fantasmas es como mocita sin amores. Y los míos son de dos tipos: glamurosos e intelectuales. Los primeros pararon todos en el hotel que durante la II República mudó de nombre para llamarse Andalucía Palace: Hemingway, Grace Kelly, Orson Welles, Evita Perón, la Hepburn. Y hasta dicen que hay un espectro de verdad vestido de frac, pero ahora se aparece poco, con esto de la crisis debe estar persiguiendo morosos. De los que enseñaron en la Universidad sobresalen los de Giménez Fernández –otro cuyos autotitulados discípulos no caben ni juntando todas las aulas-; Blázquez, el ordenanza de Hernández Díaz que se sabía de memoria los comentarios de las diapositivas; don Ramón Carande con su alba melena venerable o el sieso –muchos seguro utilizarían adjetivos más gruesos- de Pelsmaeker que tantas vocaciones jurídicas quebró con una sola frase: usted no va a aprobar conmigo.

 Pero ante todo fui, y sigo siendo, lugar de paso y no me asusto ya de nada pues he visto casi de todo: los condenados por la Inquisición camino del quemadero en el Prado; las cigarreras piropeadas por el rijoso de Alfonso XIII; al general Wellington entrando victorioso durante la guerra de la Independencia; los sevillanos camino de la feria bajo los arcos metálicos con bombillas de colores; el rey Abdullah de Jordania y su séquito cuadrados marcialmente ante una jocosa canción entonada por los estudiantes; el duque de Angulema al frente de los absolutistas o unos nazarenos de capa blanca y antifaz granate que todos los años llegan muy formales de los chirlos mirlos.

  

NOMENCLÁTOR

A pesar de lo joven que soy –253 años para una calle en Sevilla no son nada- he mudado varias veces de nombre. El primero con el que me bautizaron no supuso ningún quebradero de cabeza para los que me sacaron de pila en el callejero: Nueva. Que pronto se completó como Nueva del Tabaco y poco después Nueva de San Fernando. Pero curiosamente mi nombre oficial fue Real de San Carlos, que suena a Ultramar, por la parte del Uruguay, colonia de Sacramento, siempre disputada por españoles y portugueses con los jesuitas por medio, donde se levantó la última plaza de toros en el Mar del Plata para que toreara Bombita. Desde mediados del siglo XIX me llamo ya simplemente San Fernando, en honor al rey conquistador, si bien hubo dos propuestas para cambiarme de nombre (Fernando VI y Vázquez Díaz), que afortunadamente no prosperaron.

LA PUERTA NUEVA

También llamada de San Fernando. La última que se levantó en la ciudad amurallada, ya por puros motivos estéticos pues en la segunda mitad del siglo XVIII los enemigos estaban lejos: en Gibraltar o en Portugal mismamente. Estaba situada entre dos potentes torreones y era un bello arco de triunfo flanqueado por parejas de columnas dóricas. Para situarles, iba de un lateral de la capilla de la fábrica a donde ahora está el Oriza. Como en casi todo hay sus opiniones, unos se la atribuyen al ingeniero militar holandés Sebastián Van der Borcht –autor de la rotunda mole fabril- y otros, por su parecido con la puerta de Córdoba de Carmona, al arquitecto neoclásico José Echamoro. Duró poco en pie pues los revolucionarios de 1868 la mandaron tirar en nombre de un progreso mal entendido y peor digerido. Durante 20 años sirvió como portada a la feria de Sevilla.

Fotografías: Archivo Víctor J. González Ramallo y Álvaro Pastor Torres.

Publicado en El Mundo de Andalucía, Edición Sevilla, el Lunes 16-VIII-2010










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