Tu Amparo no es el final. Juan Manuel Labrador Jiménez
Se perciben, poco a poco, los primeros fríos de noviembre, precisamente en un otoño caprichoso que quiere cambiar las características que definen su personalidad. Sin embargo, aunque este año, quizás, el suelo esté menos cubierto por esa alfombra de hojas secas que se desprenden de los árboles, el alma de cada sevillano sabe, claramente, que el rito ha de cumplirse, y que el amor hacia la más humilde de las Doncellas que se puso al servicio de Dios provocará el surgimiento de dos alas en los corazones, que ansían poder posarse en las ramas carnales de la mano de la Madre.
No faltan nunca los humos cuando se asan castañas por la Magdalena; el invierno, por mucho que estas raras temperaturas atmosféricas quieran negarse, llama a las puertas de un calendario que ve cómo va sucumbiendo un año más de nuestra existencia; y la Virgen del Amparo acudirá a nuestro encuentro por su feligresía. Cuando Ella baja su mirada al salir del antiguo compás de San Pablo al caer la tarde, desciende igualmente la luz cenital del astro rey, y las campanas tañen a duelo por los difuntos que recordamos en este mes, pero cuya presencia se mantiene viva en la tímida y suave sonrisa de María Santísima.
Llega el final de las Glorias, y el Amparo de la Virgen nos sabe a silencios definitivos de Soledad semanasantera, porque tras esta pasajera melancolía, vuelve el gozo rotundo y seguro de la Esperanza, que proclama que no hay nada que se consuma en su plenitud.
Suena la música lenta por las calles de la vieja collación de la Magdalena, el tiempo mira hacia atrás, mas sin caer en la ingenua tentación de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque la Señora nos transmite cuanto guarda en la intimidad de su nombre para mirar hacia delante y seguir continuando con el parsimonioso discurrir de la vida.
El final nunca llega, y Tú, Madre buena del Amparo más sublime, nos haces ver que habitamos en un ciclo donde todo es continuo –nada de alfa y omega–, porque solamente Tú sabes de amores y bondades que no se agotan. No dejes desfallecernos, y haz que cada noviembre se descorran las cortinas de esa belleza tuya que tanto anhelamos apreciar bajo esa luna cansada que se pierde en el pasaje secreto de los siglos.
A tus plantas arribamos, en tu rostro esperamos alcanzar el significado del mensaje que Dios quiere ofrecernos, y sin resistirnos, miramos tu mano derecha, pues si en la izquierda portas al Divino Infante, en tu diestra descansa la idea más sincera del cristiano, y es que ese corazón alado –que somos todos aquellos que te queremos– es lo que ofreces con magna dulzura: tu Amparo.
Juan Manuel Labrador Jiménez
Foto: Juan Alberto García Acevedo.