La Inmaculada de la Iglesia de San Martín de Sevilla. Antonio Gómez Arribas
Puedo imaginar a Cornelio, un alegre y dicharachero niño de poco más de 10 años venido de Amberes, quedar seducido al divisar en la distancia la enhiesta torre de la Catedral de Sevilla. El prestigio profesional de su padre, un ingeniero militar al servicio de Felipe IV, le ha traído hasta este alejado país con la intención de establecerse durante algún tiempo. Entre sus pertenencias más queridas lleva los dibujos y apuntes que realizó como alumno en el taller de su tío, un destacado artista flamenco discípulo de Rubens y compañero de Van Dyck. Poco supone que estrechará un lazo de unión con esta sobrecogedora ciudad que durará hasta el final de sus días en el año1685. La urbe en la que se adentra, es la ciudad del bullicio, de los mercaderes, de las compañías de indias, pero también lo es de la Contrarreforma y de las manifestaciones marianas en su apoyo. Corrían los primeros años de la década de los 40 del siglo XVII.
Cuando el 8 de diciembre de 1661 el Papa Alejandro VII da a conocer la Bula, Sollicitudo ómnium Ecclesiarum, se desatan en España, y muy especialmente en la inmaculista ciudad de Sevilla, una oleada de actos, festejos y conmemoraciones, celebrando el oficial adoctrinamiento de la Iglesias sobre la ausencia total de pecado de la Virgen desde el momento de su concepción. El fervor reivindicativo de los sencillos versos con que Miguel Cid ganara en 1615 el certamen de poesía convocado por destacados seguidores y abanderados del dogma, ha tenido su recompensa.
Todo el mundo en general
A voces, Reina escogida,
Diga que sois concebida
Sin pecado original.
Es momento para engalanar los lugares sagrados y de culto con la imagen de la Purísima Concepción, y con este motivo se suceden los encargos a los numerosos talleres diseminados por toda la ciudad que ejercen el oficio de pintura y talla.
Hoy, en la Iglesia de San Martín junto a la Capilla Sacramental que ocupa el Cristo titular de la Hermandad de la Sagrada Lanzada, confundido desde hace 350 años entre sus viejos muros de ladrillo, se encuentra sumido en el olvido más injustificado un delicado cuadro que representa la Inmaculada. A los pies de la Virgen, la luna y tres definidos grupos de angelitos que nos muestran el espejo, la palma y un ramillete de azucenas, símbolos de las letanías lauretanas. Veinte años después de su llegada a la capital hispalense, aquel niño, ya artista de renombre, pintó este inédito cuadro. Se llamaba Cornelio Schut.
De todas las Inmaculadas conocidas hasta el momento del artista flamenco, esta es seguramente la más antigua. Sigue las tendencias de los modelos iconográficos que estaban desarrollando en ese mismo instante pintores como Murillo, con el que compartió inquietudes y proyectos. Uno de ellos fue la fundación de la Academia de Pintura en 1660, de cuya asamblea constituyente Schut salió elegido con el cargo de fiscal.
Con esta nueva atribución se enriquece el conocimiento que tenemos de la obra de este espléndido y a veces escasamente valorado artista de la escuela sevillana de pintura de la segunda mitad del Siglo de Oro, que con una personalidad propia en el modo de concebir los numerosos cuadros que con este asunto mariano pintó en su vida, colaboró de forma activa en el diseño de una imagen de la Inmaculada que llegó vigente hasta bien entrado el siglo XIX.
Sirva también la ocasión para llamar la atención sobre el precario estado en que se encuentra el lienzo, y animar a la urgente puesta en valor de la obra tal y como lo concibió el artista.
Texto: Antonio Gómez Arribas |