Ha vuelto la Esperanza. Pablo Lastrucci
Son las dos y diez de la tarde. Segundo día de veneración. En la Basílica confluyen devotos de todas las edades, cuando estudiantes y currantes aprovechan su descanso para hacer esta visita obligada. Huele a flores. Decenas de ofrendas continúan los bordados del manto verde de tisú. Ha vuelto. Una carita y dos manos enmarcadas en blondas y sedas bordadas lo llenan todo. Sollozos y lágrimas: la emoción se desborda. “Está viva”, musita una señora que acaba de pasar delante de la Macarena.
Se siente su presencia y se percibe su divinidad. No es sólo una imagen, es algo -mucho- más. Se suceden los piropos susurrados y los comentarios. Miradas de ojos vidriosos que lo dicen todo. Una procesión infinita y extraordinaria de macarenos y devotos que necesitaban ver a su Madre, abrazarla en sus oraciones y sentir el candor de su cercanía. Hay que ir a verla. Ninguna fotografía le hace justicia. Está más bonita todavía, como si los ángeles -que dijo el poeta- la hubieran bajado del cielo para dejarla en Sevilla. Inmaculada como el día que eligió para volver con sus hijos.
No es idealización ni ensoñación: es ella, y sólo ella, quien dispone. Nada es casualidad en las cosas de la Virgen. Sus devotos lo saben porque ella siempre escucha, siempre concede y siempre ayuda. Sus ojos han cobrado vida. Es la Macarena de los azulejos; la que inspiró a Rodríguez Ojeda; la del primer besamanos de hace un siglo; la del riguroso luto por la muerte de Joselito; la de las latas de dulce de Membrillo; la de las láminas antiguas que venden el Jueves; la que pregonó Rodríguez Buzón y a la que cantó Juanita Reina.
Nadie olvidará la primera vez que vio a la Virgen después de ser restaurada por Pedro Manzano. Una calle para ese hombre que tiene las manos bendecidas. Y bendecidos salimos todos, con el alma reconfortada sabiendo que allí, en su casa, está esperándonos eternamente la Virgen de la Esperanza.
Foto: Pablo Lastrucci.
