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Las obras de Murillo en Sevilla II. Jesús Luengo Mena.


 Siguiendo con el artículo anterior, nos dirigimos hoy al Museo de Bellas Artes sevillano, concretamente a su Sala V (antigua iglesia) y Sala VII  (Planta alta). El Museo provincial de Bellas Artes es el edificio que más obras –veintitrés–  alberga de Murillo en nuestra ciudad. La procedencia de los cuadros es fundamentalmente de dos conventos se­villanos: el de Capuchinos y el de San Agustín (hoy ya desaparecido).

Del convento de Capuchi­nos, que se conserva en la Ronda de su nombre, proceden la mayoría de los lienzos del Museo, lienzos que con la invasión francesa fueron sacados de Sevilla para evitar su envío a Fran­cia, concretamente a Gibraltar, estando antes un cierto tiempo depositados en la catedral. Volvieron los cua­dros a Sevilla pero la desamortización afectó al con­vento, quedando ya definitivamente los cuadros en el Museo, excepto unos pocos de los que más adelante ha­remos mención. Los cuadros procedentes de Capuchinos formaban parte del retablo mayor y de retablos latera­les, dedicados a santos de la Orden. Lienzos tan conoci­dos y reproducidos como La Adoración de los pasto­res o Santa Justa y Rufi­na proceden de allí. No puede faltar un San Anto­nio con el Niño y San Fé­lix de Cantalicio con el Ni­ño, obras todas ellas que re­suman dulzura y ternura. Con todo, quizás una de las obras más populares sea la llamada Virgen de la Servi­lleta, así llamada por existir la devota leyenda de que fue pintada en un servilleta o se­gún otras versiones porque un fraile le pidió que le hicie­se una copia en dicha tela.

No podernos dejar de citar a su San Francisco abra­zando al Crucificado y a la que en confesión del propio Murillo era su obra preferida: Santo Tomás de Vlllanue­va dando limosna, obra impregnada de humanidad con detalles verdaderamente emotivos como del niño que enseña a su madre las mone­das que el santo acaba de darle. Del desamortizado convento de San José, de mercedarios descalzos, procede una Virgen con el Niño.

Del extinguido convento de San Agustín posee el Museo tres obras, las tres con San Agustín de protagonista y del desaparecido convento de San Francisco una Inmaculada denominada La Colosal o Concepción Grande por su tamaño y que hoy preside el testero de lo que fue la iglesia del convento mercedario.

Otras dos Inmaculadas completan la serie inmacula­dista que del pintor posee el Museo: se trata de la Inma­culada Niña y La Inma­culada con el Padre Eterno. De todos es cono­cido el fervor inmaculadista sevillano en el S. XVII por lo cual no es de extrañar que proliferasen sus representa­ciones dado que no hubo iglesia, convento, particular acaudalado o institución que no poseyese este tema entre sus cuadros. Restan por citar otras dos obras de Murillo: un San Jerónimo adquiri­do por el Museo –1972– y La Dolorosa, único cuadro cedido al Museo por un particular para su exhibición –lo cedió la Marquesa de Larios–.

Una vez visitado el Museo, el amante de la obra de Murillo deberá dirigir sus pasos  a la Catedral, en la cual hallará dieciséis obras su­yas. En primer lugar puede visitar la Sala Capitular, que nos ofrece una Inmacu­lada, que por la gran altura a que está colocada no puede apreciarse con detalle y ocho fondos representando santos y santas sevillanos reconocibles entre otros detalles por tener sus nombres. Con respecto a la Inmaculada diremos que de todas las que pintó Murillo es la única que permanece en el sitio para el que fue pintada.

De la Sala Capitular nos dirigimos a la Sacristía Mayor donde encontraremos dos extraordinarios re­tratos que representan a dos santos sevillanos ilustres: San Leandro y San Isidoro (este úl­timo con barba) y que es fa­ma que eran retratos de dos personajes conocidos y vin­culados al Cabildo Catedral (Alonso de Herrera y el li­cenciado Francisco López respectivamente).

Pero sin lugar a dudas es el cuadro de San Antonio de la Capilla Bautismal la pieza más conocida y al mis­mo tiempo más meritoria de todas las que de Murillo con­serva la Catedral. Este lien­zo, de grandes dimensiones, fue –y sigue siendo– muy ad­mirado y no debe cabernos duda de que gracias a su gran tamaño aún lo conser­vemos. Diversos avatares ha sufrido la pintura, no siendo el menor el robo de que fue objeto la parte del lienzo correspondiente a la figura del santo en 1874 y que fue re­cuperada en un anticuario de Nueva York un año des­pués, devuelto el trozo y fe­lizmente restaurado. Fijándonos con atención podremos apreciar la huella dejada al reponerlo. Remata el cuadro otro lienzo de Mu­rillo que representa El Bau­tismo de Cristo, tema a propósito del destino a que se dedica la capilla.

Para finalizar la visita catedralicia nos quedarían por ver otros tres Murillos que, aunque están en el templo, no fueron pintados expresamente para el mis­mo. Se trata del muy vene­rado Ángel de la Guarda (regalo de la comunidad de frailes capuchinos en agra­decimiento por haber el Ca­bildo guardado cierto tiempo las pinturas de su convento), un retrato de San Fernan­do y un retrato de La Vene­rable Madre Dorotea de es­caso interés por ser copia de otro retrato ya existente.  










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