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Francisco Robles: "Recuerden" (y III)


 Recuerden que nos jugamos mucho en el envite. Muchísimo. Lo único que tenemos. La vida. Porque la Semana Santa consiste, como dijo el poeta, en vivir sobre lo vivido. Se acumulan los recuerdos y así se va decantando la Semana Santa que es el resumen de todas las Semanas Santas. Somos el río de la vida que nos lleva.

Y también somos el puente donde el Cachorro se entrega a la eternidad del gerundio. No es un Cristo muerto. Es un hombre que está muriéndose. Clavado en la inmensidad del instante. Atado a la tierra con el hierro frío que traspasa sus manos y nos lo deja desnudo y ofrecido en un abrazo universal.

Este Cachorro es el Hijo del Dios vivo. El Hijo del Hombre muriéndose sin principio ni fin. Gerundio puro. Una vez me lo explicó mi maestro Garmendia, al que tanto debo. El Cristo no resucitó al tercer día. Eso es reducir el milagro a una jornada concreta. Jesús de Nazaret está resucitando a cada momento al igual que el Cachorro está muriéndose desde la noche del tiempos, que en este caso es el atardecer del Viernes.

Si alguien duda de ese gerundio vivo, que se vaya a la calle Sor Ángela de la Cruz. Aunque no esté perfumada con el incienso más dulce de la Amargura. Da igual. Cualquier día del año. Y cuando vea lo que sale de allí, que diga si el Cristo está resucitando o no…

 Y por último recuerden que nuestro destino está marcado a fuego lento. Que la muerte aparecerá un día con la Canina que ya traemos puesta de serie, porque con ella nacimos y con ella nos iremos.

Somos como una cofradía. Salimos a la calle cuando la madre nos da a luz desde el vientre sagrado de su templo. Echamos a andar. Pasamos por la carrera oficial donde le rendimos culto a los poderes establecidos. Y tras el tránsito mudo por la Catedral del dolor nos preparamos para la recogida. Llegaremos rotos, cansados, con la retina plagada de imágenes que se resisten a enfriarse como el oro viejo de la candelería.

Entonces seremos el nazareno de la Soledad que apaga la luz de Domingo de Ramos. Nos iremos desnudos, como los hijos de la mar. Como el Cristo amortajado en la oscuridad de un compás sumido en la tiniebla de la madrugada en que el muñidor toca a nuestro fin.

Recuerden el tópico barroco. Memento homo. Memento mori. Recuerda que eres hombre. Recuerda que vas a morir.

Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando.

Todo muerte y solo muerte. La gran pregunta resuena en los muros del templo vacío. ¿Y esto para qué?  Llegamos envueltos en el ruán fantasmal de lo que fuimos, en una niebla densa y amarilla de cirios arrugados que van apagándose lentamente.

Huele a incienso anciano. A flores marchitas. A cera enfriándose. Huele a oscuridad eterna. La nada se abre bajo nuestros pies cansados. Mañana no será otro día. Mañana no amanecerá. No habrá más celeste ni más besos que los perdidos. No habrá más abrazos que el frío que rodea los huesos. ¿Y todo esto para qué?

Recuerden que cuando llegue ese momento definitivo cobrará sentido la Semana Santa. En esa partida alguien estará a nuestro lado. La veremos en una bulla de capirotes verdes y aguardiente, de calentitos que nos entonarán el espíritu. Irá envuelta en una multitud que le dice por lo bajini la letanía del poeta: Pero como tú, Ninguna…

Ya se lo dije en su casa, que es donde hay que decir estas cosas: Si Dios está en todas partes, Ella está en tó. Y por eso no nos dejará solos, porque es la madre amorosa que se convierte en la sombra que nos protege con el tisú de su mirada.

Sentiremos un calor en la palma abierta de la mano. Como un chorreón de cera tibia que cae del cirio verde que la precede. Como un clavel de su paso que alguien nos acerca para conjurar la tiniebla con la blancura de su flor.

No nos iremos solos. Podremos arribar al puerto tan deseado o quedarnos en la oscuridad sin límite del vacío, que eso yo no lo sé. Pero siento y presiento que no me iré solo. Que cuando llegue ese instante recordaré la imagen que tantas veces he visto en un ensueño de amaneceres tibios.

Esa imagen le pondrá un tono verde a la despedida. Verde de terciopelo verde. Verde como su nombre renaciente y renacido. Lo digo y lo repito con todas las letras porque lo siento en lo más profundo de mi ser. Es el hermoso reverso de la duda. Es la luz que mana de su certeza.

Recuerden que cuando emprendamos el viaje definitivo no nos iremos solos.

Recuerden que en ese momento comprenderemos de golpe la profundidad de la Semana Santa.

Recuerden que esa Mujer nos acompañará con su llanto y su sonrisa a un tiempo. Ella sabe de esto más que nadie. Desde el día en que se lo anunció un ángel bajo el arco que lleva su nombre y el de su barrio.

Cuando le dijo: Dios te salve, María, llena eres de gracia y de dolor; el Hijo que concebirás en el templo sagrado de tu vientre está ungido por el Padre, pero no parirás en palacio alguno, sino en un pesebre.

Cuando el tiempo se cumpla te lo arrancarán como si fuera el hierro de una herida. Lo prenderán, lo someterán a la burla y a la humillación, lo sentenciarán a muerte. Y tú lo verás todo. Y tú lo sufrirás en tu carne de madre. Ese día serás la mujer más desgraciada de la historia”.

Y Ella, lejos de huir, se prestó a lo que habría de venir. Se la jugó. Y al final salió ganando. No hay más que acercarse a ese arco cuando los relojes marcan el nacimiento de la Madrugada.

El establo de Belén se ha convertido en el palio más hermoso que nadie haya imaginado nunca. Y aquella joven siente tal emoción que se le saltan las lágrimas como si fueran mariquillas de sal. Ella y sólo ella es la que nos anuncia la Resurrección.

Recuerden que somos sus hijos.

Y que esa Madre no abandonó jamás al que parió en Belén.

Recuerden que con nosotros hará lo mismo. Exactamente lo mismo.

Recuerden que en Sevilla existe lo imposible.

Y recuerden que ese imposible tiene un nombre: Esperanza.

Fotos del libro "Recuerden" de la Editorial Jirones de Azul










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