Calles que hablan: Luis Montoto. Álvaro Pastor Torres
Los Duques que llegaron por Oriente
7 de mayo de 1848, domingo por más señas. La Ciudad, o sea, su Ayuntamiento con el conde de Montelirios al frente, ha tirado una vez más la casa por la ventana siguiendo el viejo dicho de “haz lo que debas aunque debas lo que hagas”. Ahora es para recibir a los duques de Montpensier, que han sido expulsados de Francia por la revolución de febrero e “invitados” amablemente a instalarse en Sevilla, lejos de la corte, para evitar las conspiraciones del duque contra su cuñada, la reina Isabel II. Junto al humilladero de la Cruz del Campo se ha colocado una caseta, con tocador y todo, para que se pueda cambiar de traje la desdichada infanta. Fuera, la orquesta del teatro San Fernando ameniza el momento. Repican las campanas de la urbe y los cañones disparan salvas justo en el mismo sitio donde apenas un lustro antes (julio de 1843) el general esparterista Antonio Van Halen había colocado sus piezas de artillería para bombardear una sitiada Sevilla que se resistía a reírle las gracias al Regente. El trágico e implacable destino quiso que la primera víctima civil del bombardeo, caída en la plaza del Pan, fuera el señor Rojas, un industrial de la calle Francos, padre del capitán de ingenieros que había proyectado el emplazamiento de la batería que disparaba sobre Sevilla. Esas cosas tan tremendas pasan siempre en las contiendas (in)civiles. Por esta y otra sangre derramada en los veinte días de asedio, el escudo de la ciudad se vio timbrado con el título de Invicta y la reina ofreció también una corona áurea de laurel como cimera para el “antiguo blasón, nunca desmentido” del NO8DO.
En una carretela tirada por seis caballos avanzan por mi calle los duques, camino de la puerta Nueva que aún estaba en pie junto a la fábrica de tabacos. De él, Antonio de Orleans – benjamín de Luis Felipe I “rey de los franceses” y nieto del “Felipe Igualdad” que llevó a su primo Luis XVI a la guillotina nueve meses antes de ir él- dicen las malas lenguas que no es de fiar y refieren para corroborarlo que salió pitando de Versalles cuando pintaron bastos revolucionarios dejando a su mujer tirada; a la pobre la encontraron muerta de miedo escondida tras una cortina. El pueblo de Sevilla lo va a motejar pronto como “El Naranjero” por vender las frutas de los jardines de su palacio de San Telmo. Ella es María Luisa Fernanda de Borbón, hija menor de Fernando VII, hermana de la casquivana – otros dirían directamente ninfómana- Isabel II y madre de la aún nonata María de las Mercedes, que por obra y gracia del genio de Rafael de León se convertiría en la dalia que cuidaba Sevilla en el parque que su madre acabaría donando a los sevillanos.
Por el oriente también llegó victorioso, después de su campaña contra los moros en 1410, el infante don Fernando de Trastámara, “el de Antequera”, más tarde primer rey de Aragón con ese nombre, gracias al compromiso de Caspe, y quién sabe si a 30.000 doblas de oro que arrancó bajo tormento al albacea testamentario del arzobispo don Gonzalo de Mena, que las había dejado para terminar la fundación de la Cartuja de las Cuevas. Fue recibido con todos los honores a la puerta del convento de San Agustín, cuya entrada por esta mi calle aún no estaba tapiada, ya que faltaban todavía bastantes años para que cuatro religiosos le dieran matarile a su Provincial. Tras ser descubiertos fueron degradados, ahorcados, enterrados allí mismo y la puerta, clausurada por el deshonor de tener debajo a tales elementos. Del esplendor del cenobio agustino sólo queda ya el lejano eco en un escudo de los duques de Arcos, patronos del convento, empotrado en la sede del PSOE cuya última reforma hizo correr ríos de tinta.
Vanidades y oropeles aparte, el tesoro más preciado que venía de Oriente era sin duda el agua de los caños, que aunque nominados de Carmona, por la puerta cercana, llegaba desde el manantial de Santa Lucía, en Alcalá de los panaderos. No era tan buena como la de fuente del Arzobispo ni tan mala como la del río, pero daba su avío a los privilegiados (nobles y eclesiásticos casi todos) que disfrutaban con alguna paja… de agua, o sea, dos centímetros cúbicos por segundo aproximadamente.
En cuaresma esto era un ir y venir de disciplinantes, primero hasta la huerta del Pilar, donde estaba la última estación del Vía Crucis que instauró a su vuelta de Tierra Santa don Fadrique Enríquez de Ribera, I marqués de Tarifa, pues desde ese punto hasta la capilla de la flagelación de su palacio de los Adelantados (vulgo casa de Pilatos) había la misma distancia que desde el Pretorio de Jerusalén hasta el Gólgota. Ya entrado el siglo XVII otro miembro de la familia, el III duque de Alcalá de los Gazules, consiguió numerosas indulgencias para los que llegaran hasta la duodécima estación, instalada ya en el humilladero de la Cruz del Campo, templete que había mandado levantar el implacable asistente don Diego de Merlo hacia 1482 y al que ya rendían visita desde antiguo numerosas cofradías radicadas en del sector oriental (Santo Crucifijo de San Agustín, Traspaso de Nuestra Señora o la hermandad de los negros).
Pero no todo eran rezos y latigazos, también había lugar para la diversión. Si Núñez de Herrera vio claro que toda iglesia en Sevilla tenía su prolongación natural en la barra de un bar, junto al templete estaba una famosa venta –levantada sobre un antiguo convento carmelita- donde además de otros latigazos, de tinto, se podía echar una canita al aire. O dos.
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NOMENCLÁTOR
El topónimo más antiguo conocido de esta calle es el de Calzada de los Caños de Carmona (siglo XIII). Después pasó a llamarse indistintamente Calzada de la Cruz del Campo o de las Cruces, por las que señalaban el Vía Crucis que concluía en el humilladero. En la reforma revolucionaria del nomenclátor callejero hispalense de 1869 pasó a llamarse Oriente, nombre que conservó hasta 1920 cuando pasó a llamarse Luis Montoto en homenaje al ilustre escritor sevillano que era también Cronista Oficial de la Ciudad. Con la llegada de la II República volvió a rotularse como Oriente, pero en 1941 recuperó el nombre del padre de don Santiago Montoto.
LOS CAÑOS
Trazados originalmente por los romanos fueron reconstruidos en 1172 siendo califa Abu Yaqub Yusuf . La conducción subterránea, de plomo, salía a la superficie en la huerta de Ranilla formando un acueducto de trazado algo sinuoso que alcanzaba su máxima monumentalidad cerca ya de la puerta de Carmona, al cruzar el foso de arroyo Tagarete, junto a la alcantarilla de las Madejas, donde se veneraba una imagen de la virgen con ese título que pasó a la parroquia de San Roque para arder en julio de 1936. Muchos de los ladrillos recogidos en el derribo de los últimos vestigios de los caños se reutilizaron para restaurar las murallas del Alcázar en la por entonces recién abierta calle Alcazaba (hoy Joaquín Romero Murube).
Fotografías: Archivo Víctor J. González Ramallo y Álvaro Pastor Torres
Publicado en El Mundo de Andalucía, edición Sevilla, el Lunes 23-VIII-2010