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Puerta Osario. Soleá dame la mano. Álvaro Pastor Torres


 Era un hombre bueno, infinitamente bueno, tanto en el sentido machadiano del término como en todas las demás acepciones posibles del adjetivo. Y honrado a carta cabal, trabajador infatigable, justo, tolerante, serio, formal, íntegro, comprensivo, cumplidor de la palabra dada y prudente hasta el extremo de bajarse del “mosquito” cuando llegaba a las calles del barrio tras una larga jornada laboral, no fuera a ser que atropellara a un chaval de los que jugaban a la pelota en un Tiro de Línea aún cercado y surcado en superficie por la vía del tren, donde pastoreaba las almas y cuidaba con mimo de su parroquia y hermandad otro hombre admirable y querido.

Había nacido en una casa dieciochesca de Arrayán, a medio camino entre el ábside mudéjar de Omnium Sanctorum y la calle que más tarde se llamó Virgen del Subterráneo por la dolorosa de su hermandad, cuando la II República comenzaba a encresparse en Sevilla, el reloj vital de Sánchez Mejías se acercaba peligrosamente a las cinco de la tarde y los nazarenos de la Cena aún vestían túnicas de capa. En su casa siempre olía a café recién tostado porque de eso vivía la familia. Trabajó en muchas cosas, con eficiencia y superada ilusión; la Virgen de los Reyes nunca tuvo más limpia y bruñida la plata de su Real Capilla. La nevada del 54 le pilló como a otros muchos sevillanos: en una azotea llena de lavaderos y decorada con un muñeco de nieve.

Los sesenta, como al bueno de Salustiano, lo llevaron lejos, muy lejos, a una fría e impronunciable ciudad alemana, “donde a veces la embajada cultural les manda al Julio Iglesias y a un tal Manolo Escobar”. En Sevilla quedaron su mujer y una niña muy pequeña a la que le mandaba coloristas felicitaciones por Navidad mientras él escuchaba en el tocadiscos a Concha Piquer aquello de “fue en Nueva York, en la Nochebuena”.

Desde que hace unos años faltó su esposa, ejemplo de coraje vital e inteligencia despierta, ya nada fue igual para él, a pesar del cariño de sus hijos y nietos, sumado a la ilusión por cuidar su trocito de campo aljarafeño. La melancolía y la biología hicieron el resto. Por eso, cuando en el salón de casa sonó la otra tarde “Soleá dame la mano” en un disco antiguo de la Banda Municipal, los ojos bellos y tristes de mi mujer se anegaron de lágrimas al recordar los versos de la saeta que le cantaban los presos del Pópulo a la Esperanza cuando regresaba a Triana la mañana del Viernes Santo, y que inspiraron a Font de Anta para componer esa marcha de la que dijo Stravinski que veía lo que estaba escuchando: “Soleá dame la mano/ que no tengo padre ni madre…”

Envío: para Rosa y Pepe.

Publicado en EL MUNDO de Andalucía, Edición Sevilla, Sábado 9-X-2010










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