Hijas de la Caridad, dignidad del hombre, amor de Dios. Mons. Carlos Osoro Sierra, Arzobispo de Oviedo.
octubre de 2005
CON OCASIÓN DE LA ENTREGA DEL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS DE LA CONCORDIA A LAS HIJAS DE LA CARIDAD DE SAN VICENTE DE PAUL
El tríptico que encabeza el título de este artículo es inseparable de las personas y tareas de las Hijas de la Caridad, especialmente para todos los que conocemos desde dentro el servicio que prestan estas mujeres. Por eso no resulta difícil hablar de quienes vienen dando a la humanidad, desde el s. XVII, lo mejor de sus vidas, en una entrega que se concreta en acercar el rostro de Jesucristo a las personas a través de las múltiples obras de fraternidad, diseminadas por tantos países, y en las que podemos percibir auténticos testimonios de la ternura de Dios.
Conozco y trato a las Hijas de la Caridad desde mi primer año de ministerio sacerdotal y siempre he mantenido con ellas una especial relación, llena de reconocimiento y admiración. Pienso que se merecen todos los galardones que se puedan dar a quienes trabajan comprometidamente por el surgimiento de una Humanidad nueva. Sus obras sociales, nacidas de la entrega a los necesitados en todas las partes del mundo, avalan lo que expreso. Las Hijas de la Caridad son precursoras de esas inquietudes de hoy, que proclaman que ha llegado la hora de pasar del amor afectivo al amor activo.
Siguiendo los deseos de sus fundadores, la Hijas de la caridad están reconocidas en la Iglesia como Sociedad de Vida Apostólica. Son seguidoras fieles de Jesucristo al hacer suya la causa de los más pobres y ¡qué actualidad sigue teniendo su carisma! Las Hijas de la Caridad tienen un lugar de referencia desde donde se puede leer y comprender la profundidad de su espíritu fundacional. Una especificidad que el Señor quiso entregar a San Vicente de Paúl y a Santa Luisa de Marillac en la «historia passionis de la humanidad»: el mundo de los pobres. Una historia que se repite en el presente, porque junto a nosotros aún continúan los pobres, mientras surgen nuevas formas de pobreza en el mundo. Si en la Francia del s. XVII la miseria material y espiritual era muy grande, no es menos cierto que la pobreza aún se extiende en nuestro tiempo, pero ahora con nuevos rostros. Una realidad a la que las Hijas de la Caridad se acercan siempre con actitud de humana servicialidad.
El gran atrevimiento de las Hijas de la Caridad ha sido repetir, desde su fundación, aquellas mismas palabras que pronunciara San Vicente de Paúl: “Nuestro lote son los pobres”; ellos son “nuestros señores y nuestros amos”. ¡Qué empeño y qué valentía el de las Hijas de la Caridad! Qué atracción ejercen en nosotros cuando nos muestran su deseo de dar a conocer a Dios a los pobres, anunciándoles a Jesucristo, diciéndoles que está a su lado. Para esta tarea prestan sus manos, su voz, sus pies, sus obras, su vida entera, a fin de que sientan que es verdad, que Jesucristo está junto a ellos, junto a los desheredados.
Pero, ¿qué hace San Vicente de Paúl para ayudar a los pobres? Pues algo básico y sencillo: Pedir a los que tienen más. Así es como nacen las Damas de la Caridad en 1617. Pero San Vicente se comprometerá aún más y surge de este modo la Compañía de las Hijas de la Caridad. Aunque algunos puedan pensar lo contrario, sus planteamientos no eran paternalistas. Él mismo dice refiriéndose a los miserables que “al socorrerlos, estamos haciendo justicia y no misericordia” (Vicente Paúl, Obras completas, t. 7, Sígueme, Salamanca 1978, 90). Llega a tal extremo en sus reflexiones que llega decir, para un mejor entendimiento del espíritu de la Hijas: “Tendríamos que vendernos a nosotros mismos para sacar a nuestros hermanos de la miseria” (Vicente Paúl, Obras completas, t. 1, Sígueme Salamanca 1972, 86). San Vicente dirá que solamente los pobres o quienes acepten empobrecerse, pueden ayudar a los pobres y así, con estas convicciones, funda en 1633 la Compañía de las Hijas de la Caridad.
Al lado de las Hijas de la Caridad se entiende mejor el misterio de la Encarnación, es decir, la lógica de la encarnación a la que se tiene que atener la salvación. Ellas nos actualizan el acontecimiento de Belén en el que el Hijo de Dios aceptó hacerse hombre entre los hombres para salvarnos. Desde aquí se comprende perfectamente aquella expresión de San Vicente: “Si fuera voluntad de Dios que tuvieseis que asistir a un enfermo en domingo, en vez de oír misa, aunque fuera obligación, habría que hacerlo. A eso se llama dejar a Dios por Dios” (Vicente Paúl, Obras completas, t. 9/1, 297). Comparando esta expresión con la de Camus, cuando nos describe el episodio de la cita en que un hombre había quedado con Dios y, justo al partir hacia ella, se encuentra en el camino con un campesino cuyo carro había atascado. Envuelto en tal situación, decide empujar para sacar las ruedas del lodo hasta la liberación del vehículo. Cuando retoma su camino hacia la cita divina, se encuentra con que Dios ya no estaba allí, se había marchado. Y concluye Camus: “Siempre habrá quien llegue tarde a las citas con Dios, porque hay demasiadas carretas en el atolladero y demasiados hermanos que socorrer” (A. Camus, Los justos, en Obras completas, t. I Aguilar, Madrid, 1979, 1056). ¡Qué bien viene escuchar a San Vicente siglos antes! Dice todo lo contrario que el pensador existencialista: afirmará y demostrará con su vida –y con la de las Hijas de la Caridad–, que nunca llegará tarde al encuentro con Dios quien se detiene para ayudar a otro y así sacar un carro del atolladero, porque “dejar a Dios por Dios no es dejar a Dios”.
Desde estas convicciones y planteamientos no extraña ver a las Hijas de la Caridad llenas de compromiso, de dulzura, con la sonrisa presente en sus vidas, pues tienen la seguridad de que la caridad vale más que todas las cosas del mundo, pues es lo que le pesó más a quien se hizo Hombre por nosotros. Sólo desde el Amor de Dios se puede entender la vida de estas mujeres plenamente realizadas, porque saben que la plenitud de una persona está en darse totalmente, en empobrecerse, para que el otro sea rico. Las Hijas de la Caridad, sin decirlo con palabras, pues lo muestran día a día con su vida, saben perfectamente que la sopa y el pan lo pueden dar otros. Sin embargo, ellas se saben llamadas a dar la sopa y el pan con sabor y olor a caridad, es decir: Amor mismo de Dios. Los pobres son sus amos, sus señores, y experimentan en el trato diario con ellos que son terriblemente susceptibles y exigentes, pero cuanto más lo son y cuanto más repugnen por su suciedad y grosería, tanto más amor saben que han darles. Ver a Dios en ellos y tratarles como si fueran Dios mismo, es toda una profesión vivida y experimentada en sus existencias consagradas. ¡Qué belleza contagiosa aparece en esta humilde entrega y en las obras de las Hijas de la Caridad!
Felicidades a quienes han reconocido que las Hijas de la Caridad son merecedoras del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitamos ejemplos vivos que construyen humanidad verdadera desde la donación de sus vidas y sin regatear nada, dándolo todo.
Mons. Carlos Osoro Sierra,
Arzobispo de Oviedo