Las fuentes del silencio. Carlos Colón. Diario de Sevilla.
El pasado domingo la venta de dulces de convento batió el récord de visitas en sus 21 años de existencia. El lunes, y pese a que fui temprano para evitar las colas, el salón estaba lleno antes de las cuatro de la tarde. No recuerdo haber visto crecer y cuajar una iniciativa con tanto éxito y rapidez en esta ciudad, hasta el punto de haberse convertido ya en una tradición del Adviento sevillano ligada a la festividad de la Purísima. Una hermosa y útil "tradición inventada", que diría el historiador Hobsbawm, que Sevilla debe agradecer a Maria Luisa Fraga y a la Asociación pro Religiosas de Clausura. Como casi todas las tradiciones inventadas, ésta tiene antiquísimas raíces en la historia del cristianismo y en la de Sevilla. De la reconquista de la ciudad en 1248 nació nuestra tradición monástica, hasta entonces inexistente a causa de la dominación islámica. Y a una antigua tradición eremítica, que entre los judíos se remonta como mínimo al siglo II AC y entre los cristianos al III DC, se remonta la tradición monacal.
Entre los judíos existían las comunidades esenias, de las que dan noticia Flavio Josefo y Plinio el Viejo; entre los cristianos de Oriente las de los eremitas reunidos en torno a San Antonio y entre los de Occidente las formadas por San Atanasio, San Agustín y San Martín de Tours. San Basilio el Grande en Oriente en el siglo IV y San Benito de Nursia en Occidente en el V cimentarían un renovado monaquismo que ha conocido mil quinientos años de ininterrumpida vida presidida por un originario espíritu de renuncia y de justicia que haría palidecer a la moderna Teología de la Liberación. Así escribía, por ejemplo, San Basilio hace mil seiscientos años: "¿A quién he perjudicado, me dices, conservando lo que es mío? Dime sinceramente, ¿qué te pertenece? Si todos se contentaran con lo necesario, no habría ni ricos ni pobres. (...) Escúchame, cristiano que no ayudas al pobre: eres un ladrón. El dinero que te gastas en lo que no es necesario es un robo que les estás haciendo al que no tiene con qué comprar lo necesario".
Este espíritu casi dos veces milenario de renuncia y de justicia vive entre nosotros, callado pero actuante, tras los muros de esos conventos de clausura a los que el trapense Thomas Merton llamó "las fuentes del silencio". De esas fuentes nos llegan estos días, hoy el último, los dulces de las agustinas, jerónimas, clarisas, concepcionistas franciscanas, carmelitas, dominicas, cistercienses y mercedarias de Sevilla, Écija, Morón, Carmona, Marchena o Constantina. Comprándolos, además de probar sabores únicos por antiguos y auténticos, se ayuda al mantenimiento de estas milenarias instituciones que con su estar y no estar –tan próximas, tan lejanas– entre nosotros mantienen vivos valores hoy más necesarios, por más raros, que nunca: la renuncia, la sobriedad, la meditación y el silencio.
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