Arte Sacro
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X años de Arte Sacro. Retorno al Amor del Padre. Teodoro León, Vicario General de la Archidiócesis de Sevilla


Todos somos hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos. La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo mismo que el hijo pródigo. Tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malbaratar los bienes de modo indigno de nuestra condición de hijos de Dios.

La parábola del hijo pródigo nos recuerda, en el hijo que se va de casa, la tentación del hombre de ser feliz sin Dios. De marchar de la casa del Padre. Sin embargo, fuera de Dios es imposible la felicidad, incluso aunque durante un tiempo pueda parecer otra cosa, pues nunca sufre más el hombre que cuando está lejos de Dios.

El alejamiento del padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad y disipa en sí mismo la herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia. Aquel que un día, al salir de casa, se las prometía muy felices fuera de los límites de la finca, “pronto comenzó a sentir necesidad”. La satisfacción se acaba pronto, y el pecado no produce verdadera felicidad, porque el demonio carece de ella. Viene luego la soledad y el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación divina echada a perder: se tuvo que poner a guardar cerdos, lo más infame para un judío.

Por eso, la reconciliación para encontrar la paz es siempre un retorno al Amor del Padre para vivir en su corazón misericordioso. Sin Dios nos pasa lo que al hijo pródigo, que se llega a lo más bajo. Es decir, vivir en el fango y triste. Solamente se puede recuperar la alegría cuando retornamos al Amor del Padre, aunque se vuelva destrozado por la vida. Pero el caso es volver para sentir la acogida, el abrazo, el beso y el perdón de Dios.

Todos los cristianos, que estamos llamados a la santidad, somos también el hijo pródigo. La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre, retornar a su Amor. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida y que, por tanto, se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver a la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.

El hermano mayor de la parábola no tiene entrañas de misericordia. Vive encerrado en su propio egoísmo. Aunque es fiel cumplidor, vive con amargura la relación con su padre. Lleva un cadáver en su corazón. No entiende la bondad del padre.

El hijo mayor no se quiere sentar a la mesa de la reconciliación, ni con su padre ni con su hermano. Por eso no experimenta la alegría del perdón: la tristeza inunda su corazón.

El Señor nos devuelve en el sacramento del perdón lo que culpablemente perdimos por el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este sacramento de su misericordia para que podamos volver siempre al hogar paterno. Y la vuelta acaba siempre en una fiesta llena de alegría. “Tal es, os digo, la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se convierta” (Lc 15, 10). Él sabe que muchas veces, detrás de nuestras miserias, está escondido un gran corazón que es lo que Él ve en lo secreto; y que hace que nuestra vida sea una maravilla de su Amor.

Después de recibir la absolución y cumplir con la penitencia impuesta por el confesor, el penitente, como indica el Ritual de la Penitencia, “olvidándose de lo que queda atrás” (n. 6), se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se encamina hacia los bienes futuros.

La parábola del hijo pródigo nos enseña a descubrir que somos importantes para Dios. Que Él se complace en nuestra nada, en nuestra vida oculta y sin brillo; que se le conmueve las entrañas cuando nos descubre pequeños y desamparados. Esto lo debemos vivir con una gran confianza; una confianza que nos puede hacer descubrir el Amor misericordioso de Dios en todas las circunstancias de nuestra vida. Y que Dios goza cuando descubre que le amamos a pesar de nuestra pequeñez y miseria. Vivir así es encontrar la paz. Es encontrar una sana autoestima, de saber que la vida, por pobre e insignificante que sea, es una parábola de amor y de misericordia, donde Dios se ha volcado siempre y seguirá volcándose.










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