La Palma. Manuel Bernal Andamoyo.

Ahora sí que se ha cerrado el ciclo. El tiempo que comenzaba con el inicio del año y que ha ido quemando etapas, hasta llegar al momento en el que se empaquetan los recuerdos en un lugar muy especial, reservado en la memoria. Llegó como cada año. Entre airosa y trémula. La trajeron dos chicos de San Antonio; parroquia a la que nos enorgullecemos de pertenecer todos los que formamos nuestra familia. Ha permanecido varios días junto a la puerta a la espera de que la colgáramos en el balcón, como un signo externo de que tras los barrotes que la sostienen, viven quienes pese a la vorágine cotidiana, intentan tener presente, en cada instante de sus vidas, a Jesús.

Ahí ya está colgada. Como una bandera a medio replegar, como un abanico medio abrir, como un rayo vegetal, señalando hacia el final de la calle. Es, sobre los geranios de los arriates florecidos, una flecha amarillenta que en cierto modo apunta, desde la Alameda a la Viña. Esos dos lugares representan, en buena medida, el principio y el final del tiempo que le ha llevado hasta nosotros. La entrada de Jesús en Jerusalén, en el Carmen, y su muerte serena en la Palma.

Colgada sobre el balcón, sometida a las inclemencias del calor, el frío, la lluvia, los vientos y el relente, irá envejeciendo, tornando el color dorado que lucio el Domingo de Ramos por el gris de la ceniza, del inicio de la próxima cuaresma en la que comenzará a solearse otra nueva palma que vendrá a sustituirla.