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De frente. Grandes cofrades. Morales Bermudo


 Me acuerdo que cuando mi padre me llevaba de pequeñito a mi hermandad y saludaba a alguna persona que yo no conocía me solía comentar, previo requerimiento por mi parte, que aquél era un “gran cofrade”. Seguidamente me explicaba el motivo de dicho calificativo, que para mi entonces corto vocabulario tenía más relación con el tamaño físico que con otra cosa. Podía darse el caso de que hubiese sido hermano mayor, mayordomo, secretario, o prioste de la hermandad durante años, es decir, se trataba de personas que siempre habían desarrollado una labor abnegada de trabajo y sacrificio por la hermandad y que tenían el reconocimiento de sus hermanos por ello.

El concepto de “gran cofrade” que mi padre aplicaba era el comúnmente utilizado. En aquella iglesia repleta en que yo asistía a los primeros cultos a mis titulares, poco a poco iba conociendo a los “grandes cofrades” de mi hermandad que con el paso de los años fueron dejándonos y cuyas esquelas mortuorias aún recuerdo. Hoy las cosas han cambiado. Aquellos años de juventud, de aprendizaje en el mundo de las cofradías, venían acompañados no sólo de la poca vida de hermandad que entonces se tenía (cuaresma y poco más), sino de mis primeras incursiones en la literatura cofradiera.

Conocer nombres como Tomás Pérez, Salvador de la Cruz, Toribio Martínez de Huertas, Juan Nepomuceno Sarramián, José Bermejo y Carballo, o los más recientes Luis Ortiz Muñoz, Antonio Hermosilla, José Sebastián y Bandarán, por sólo citar a los que se me vienen a la mente en primer lugar, me acercaban más a ese concepto de “gran cofrade” que ya tenía acuñado por mis enseñanzas paternas. Llegado el verano vamos a asistir, como cada año, a leer nombres de otros cofrades.

Nos vamos a enterar dónde veranean, quién almorzó con quién y dónde (e incluso qué comieron), que paseo en el yate de quién se dieron quiénes y hasta dónde les llevan sus ganas de experimentar “nuevas sensaciones” a algún priostillo que busca destinos exóticos a sus días de asueto. Los nombres de esas personas debían ser los continuadores de aquellos “grandes cofrades” de antaño, pero no le alcanzan la altura del betún de los que yo conocí. Ninguno de los que ahora leemos sus nombres con habitualidad está estos días a las plantas de aquélla por quien reinan los reyes.

Muchos de ellos ni siquiera el 15 de agosto interrumpirá su estancia lejos de nuestra ciudad para verla. No se les ve nunca en procesiones de gloria, ni eucarísticas. Algunos de ellos ni asiste nunca a los cultos de sus hermandades, se limita a medrar, a fanfarronear, a hacerse el importante, a ponerse el capirote el día de la salida y a soltar el donativo generoso cuando saca la papeleta de sitio. Algunos de estos cuyos nombres leeremos tiene una dudosa reputación en su vida privada, profesional y familiar que se obvia interesadamente. Muchos no frecuentan las iglesias, ni va a misa, ni confiesan. Por supuesto que el trabajo abnegado, las horas y horas dedicadas a su hermandad brillan por su ausencia, ni lo han hecho ni lo harán, que para eso están otros cuyos nombres nunca conoceremos. Sigo quedándome con los “grandes cofrades” de antes, que seguro que siguen existiendo, y para estos otros cuyos nombres vamos a leer, mi más absoluto desprecio e ignorancia, ni me importa lo que hagan ni lo que dejen de hacer.  

Nota: Arte Sacro no se hace responsable de la opinión vertida por sus colaboradores, en cualquier caso pueden ponerse directamente en contacto con ellos en los correos electrónicos que aparecen en las páginas.

moralesbermudo@yahoo.es










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