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La opinión del redactor-jefe del Mundo de Andalucía sobre el Pregón. Javier Rubio.


El mejor de los pregones que pudiera pergeñar Enrique Esquivias de la Cruz no le llega a la altura del zancajo del que Antonio Burgos pudiera perpetrar en el día menos inspirado de su existencia. Quien dice Enrique Esquivias, dice nueve de cada diez pregoneros desde que en 1942 Pemán inaugurara el pseudogénero en el Teatro San Fernando tal como hoy lo conocemos.

Establecida la anterior premisa sobre la base de la inobjetable evidencia, hay que acudir a razones inconfesables en público para entender por qué el Consejo de Hermandades y Cofradías se ha decantado ( 7 a 5, como en los partidos de tenis) por el hermano mayor del Gran Poder para dar el pregón de la Semana Santa de 2007 en vez de concedérselo al maestro de periodistas y adalid de la recuperación de la literatura cofradiera en el último cuarto de siglo.

A decir verdad, no tendría que haber lugar a la controversia: si en esta ciudad hubiera conciencia del patrimonio inmaterial –más importante que todas las tallas, los repujados y los bordados juntos– que los señores cofrades se traen entre manos con tan pasmosa como irresponsable frivolidad, Burgos habría dado el pregón de Semana Santa veinte años atrás, por lo menos. Probablemente, ya no lo dará nunca. Tampoco a Proust, Joyce, Kafka o Borges –la literatura del siglo XX en cuatro nombres– los premiaron con el Nobel.

No es adulación lo que mueve esta crítica, sino irritación: la profunda ofuscación que produce toparse año tras año con la misma sinrazón. Si acaso, corporativismo, ¿por qué no? Si los hermanos mayores se eligen entre ellos para empingorotarse por turnos en su particular domingo de gloria –aunque en el calendario sea de pasión–, ¿quién va a negarle a los periodistas que defendamos a los compañeros de profesión como los más capaces para ese cometido? Y después de los periodistas, los sacristanes, que nunca han dado el pregón con lo mucho que hacen por las cofradías. Y los tíos de la caña, que ya es hora de que alguien termine su pregón apagando las velas con un clavel: pues menudo efecto escénico...

Los sanedritas del Consejo de Cofradías tienen una visión velada de la ciudad, como si la contemplaran a través de los respiraderos de un paso. Y eligen al pregonero de cada año como se designan las sedes de los Juegos Olímpicos, alternando continentes para no repetirse: un año un cura, otro un hermano mayor, al siguiente uno de ellos mismos, al cuarto un poeta, al que hace cinco un periodista y vuelta a empezar.

Son tan miopes que sólo ven en el nombramiento la catarata de «actos íntimos» con que abrumarán al pregonero: un traslado movido de fecha para cuadrar la agenda, los tirantes estirados, la macarrónica comida de las pastas, la visita a la mesa camilla del pregonero... Por todo eso consideran la elección como el premio más encumbrado que pueda hacerse a la trayectoria de un cofrade en lugar del anuncio de la mayor fiesta de la ciudad que es.

Por eso aplauden tanto cuando eligen de entre ellos a escritores de recursos de alzada, prosistas de sentencias, biógrafos de instancias con póliza, poetas de formulario y literatos de letras de cambio.

javier.rubio@elmundo.es

Nota: Artículo publicado en la sección de Sevilla del diario El Mundo el miércoles 1 de noviembre.










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