Arte Sacro
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En la cima de la Montaña Hueca. Juan Miguel Vega


 Esto va a ser una excepción. Literal. Absoluta. Porque los rincones que hoy vamos a recorrer no forman parte de nuestro paisaje cotidiano. Por desgracia. Para nosotros y para ese paisaje que, por desconocido, es ignorado. A pesar de estar en el centro del mundo.

Durante siglos, fueron muy pocos los privilegiados que pudieron aventurarse a través de los intrincados entresijos del laberinto que esta tarde nos han invitado a descubrir. A lo largo de años y años, las piedras que nos aguardan no han recibido más visita que la del viento, más caricia que la del sol ni otra mirada que la escrutadora pero perdida de los cernícalos que desde tiempos inmemoriales anidan en ellas.

La soledad se hizo dueña de este lugar mientras a sólo unos metros estallaba el fragor de la vida. Pasaron epidemias, fiestas, guerras, calamidades, triunfos, celebraciones, nacimientos, muertes, bodas y divorcios, pero aquí arriba, a medio camino del cielo, reinaba el silencio; un silencio eternal y majestuoso, tan sólo roto por el volar de las aves y el sordo crecer de la verdina y el musgo que se abrían paso entre los intersticios de los cantos, entre los rígidos pliegues de las monstruosas gárgolas. Una puerta se ha abierto, descubriendo tras ella la oscuridad inmensa de la Catedral. La tarde está cayendo, al día le quedan apenas un par de horas de luz. Algo inexplicable nos hace saber que nuestra vida ya no será la misma después de haber cruzado esa puerta. Que estamos a punto de vivir una de esas experiencias que nadie olvidará mientras viva.

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