Arte Sacro
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Dos rincones para poetas (de Imperial a Palacios Malaver). Antonio Muñoz Maestre


Hay lugares donde no cabe todo el mundo. El Domingo, alrededor de las doce y media, Jesús de las Penas hablaba con los jazmines y las buganvillas, en los muros traseros de la Casa Ducal de Medinaceli. Las masas, por suerte, estaban en otros lares. Allí, pocos elegidos le daban gracias al Jesús del madero al hombro por haberles abierto los ojos, y le pedían, como los pocos habitantes del Tabor, que parase el reloj del tiempo, que el capataz no alzase el paso, que los claveles echaran raíces en ese suelo y acompañaran con sus aromas a los que seguían llegando desde el Palacio.  Simón mira con dulzura al Nazareno, que clava sus ojos en los claveles del suelo.

Ahora, solo ahora, cuando alzan la mirada, pueden cruzarse con la suya los pocos testigos de su Transfiguración dolorosa. Y de ese cruce nacen, como flores que buscasen el sol, brazos que se elevan hasta el canasto para llevarse a casa una bendición dorada del Dios de sus Penas.

Un salto del Domingo al Martes, y del camino hasta el Calvario. La plaza de los Carros señala desde Monte Sión una frontera infranqueable. Ahí aparece el camino estrecho que muere en la pequeña puerta que, según el Evangelio, lleva directamente al Reino de Dios.

Los nazarenos negros, como sombras levitantes, avanzan a la velocidad a la que crecen las flores. La calleja de silencio y  humedad rompe el reloj de arena, y desaparecen las reglas del tiempo. Se oye la cera negra chorrear sobre los adoquines, y a las golondrinas respirar en los tejados. Jesús Crucificado llega flotando en la noche. La vieja taberna apaga sus luces, para que el trono de fuego sea el único punto que nos alumbre. Hablan las Almas. Las de los vivos y las de los muertos. Pasan segundos, días, años o siglos, y Cristo ya se ha marchado. Lo contemplamos de espaldas, seguido por otras sombras negras que tampoco rozan el suelo con sus viejas sandalias. En la calle, casi a solas, los afortunados se siguen preguntando qué han hecho para merecer estar allí.

Domingo y Martes se unen en un nombre. Común o propio, según el sentido que le demos. Porque hay una única puerta para estos dos rincones escondidos. Una puerta que solo encuentran los tocados por Dios con el don de la poesía. La puerta de la Gracia. Gracia verde que trepa, manto arriba, hasta una giralda dorada que contemplará a una Esperanza Virgen convertirse en sol de la noche. Gracia roja que mezclará el vino bueno de Caná con unas gotas de melancolía, y seguirá siendo la opción final cuando necesitemos Amparo.

La cita continuará vigente cada año. Domingo de Ramos en la calle Imperial. Martes Santo en Palacios Malaver. Abstenerse masas buscadoras de aplausos. Esto es solo para elegidos por la Gracia. Solo para poetas.

Fotos: Francisco Santiago / Fco. de Borja Cordero Murillo










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