La rampla. Alberto de Faría Serrano.

Lustros te contemplan con la añoranza de los simbolos eternos y llegas para delirio renovado y enloquecido de infantes  y gozo espiritual de repeluco y añoranza de mayores. Tu textura desgastada y de aspereza corrediza es el símbolo de la ascética que anuncias y la solera que desprendes.

Los petalillos de los naranjos que te flanquean ceremonial y solemnemente te ofrecen el besamanos  anual cada mañana de la alta cuaresma como el rito pascual de la alborada.

Suena a lo lejos la corneta que dibuja en el aire las notas de Cristo del Amor. Se arremolina el gentío a cualquier hora a contemplar el tiempo que pregonas  brindando con cebada o  saboreando la miel que empapas las tardes de incienso y de trasiego de capirotes flamantes recién cosidos desde la Alcaicería. Al Maestro en su pedestal se la ha desprendido al verla una lágrima broncínea presurosa porque nadie le conforta más que su Pasión.

Por tus tablas corretean esos seres menudos que desconocen que les aguardan la túnica  inmaculada y la cruz encarnada de Santiago en su antifaz. El envés de la vida y la cara de la penitencia en lontananza.  Saltando y brincando avanzan hacia la gloria definitiva.

Tu presencia  arrulla al pelicano que vuela hasta el pie de su Cruz. Zaqueo se ha desperezado y ya busca atribuladillo, su hacha. Y hay una borriquilla que ya se alimenta de alfalfa y no le hacen falta riendas para llevar a su Señor. Así es. La rampla ocupa ya su trabajadera para levantar a pulso aliviao al Amor del Hombre. Salva los escalones que separan el Cielo del bendito suelo de la Tierra de Maria Santísima de la Merced y del Socorro. Cuánto pregón auténtico y tan sentido se aquilata en tus rancios tablones de priostía señera. Cuánta ilusión al verte.

Foto: Francisco Santiago.