|
11/08/2006- De
Frente: Grandes cofrades. Morales Bermudo.
Me acuerdo que cuando mi padre me llevaba
de pequeñito a mi hermandad y saludaba a alguna persona que yo no
conocía me solía comentar, previo requerimiento por mi parte, que
aquél era un “gran cofrade”. Seguidamente me explicaba el motivo de
dicho calificativo, que para mi entonces corto vocabulario tenía más
relación con el tamaño físico que con otra cosa.
Podía darse el caso de que hubiese sido hermano mayor, mayordomo,
secretario, o prioste de la hermandad durante años, es decir, se
trataba de personas que siempre habían desarrollado una labor
abnegada de trabajo y sacrificio por la hermandad y que tenían el
reconocimiento de sus hermanos por ello.
El concepto de “gran cofrade” que mi padre aplicaba era el
comúnmente utilizado. En aquella iglesia repleta en que yo asistía a
los primeros cultos a mis titulares, poco a poco iba conociendo a
los “grandes cofrades” de mi hermandad que con el paso de los años
fueron dejándonos y cuyas esquelas mortuorias aún recuerdo. Hoy las
cosas han cambiado. Aquellos años de juventud, de aprendizaje en el
mundo de las cofradías, venían acompañados no sólo de la poca vida
de hermandad que entonces se tenía (cuaresma y poco más), sino de
mis primeras incursiones en la literatura cofradiera.
Conocer nombres como Tomás Pérez, Salvador de la Cruz, Toribio
Martínez de Huertas, Juan Nepomuceno Sarramián, José Bermejo y
Carballo, o los más recientes Luis Ortiz Muñoz, Antonio Hermosilla,
José Sebastián y Bandarán, por sólo citar a los que se me vienen a
la mente en primer lugar, me acercaban más a ese concepto de “gran
cofrade” que ya tenía acuñado por mis enseñanzas paternas. Llegado
el verano vamos a asistir, como cada año, a leer nombres de otros
cofrades.
Nos vamos a enterar dónde veranean, quién almorzó con quién y dónde
(e incluso qué comieron), que paseo en el yate de quién se dieron
quiénes y hasta dónde les llevan sus ganas de experimentar “nuevas
sensaciones” a algún priostillo que busca destinos exóticos a sus
días de asueto. Los nombres de esas personas debían ser los
continuadores de aquellos “grandes cofrades” de antaño, pero no le
alcanzan la altura del betún de los que yo conocí. Ninguno de los
que ahora leemos sus nombres con habitualidad está estos días a las
plantas de aquélla por quien reinan los reyes.
Muchos de ellos ni siquiera el 15 de agosto interrumpirá su estancia
lejos de nuestra ciudad para verla. No se les ve nunca en
procesiones de gloria, ni eucarísticas. Algunos de ellos ni asiste
nunca a los cultos de sus hermandades, se limita a medrar, a
fanfarronear, a hacerse el importante, a ponerse el capirote el día
de la salida y a soltar el donativo generoso cuando saca la papeleta
de sitio.
Algunos de estos cuyos nombres leeremos tiene una dudosa reputación
en su vida privada, profesional y familiar que se obvia
interesadamente. Muchos no frecuentan las iglesias, ni va a misa, ni
confiesan. Por supuesto que el trabajo abnegado, las horas y horas
dedicadas a su hermandad brillan por su ausencia, ni lo han hecho ni
lo harán, que para eso están otros cuyos nombres nunca conoceremos.
Sigo quedándome con los “grandes cofrades” de antes, que seguro que
siguen existiendo, y para estos otros cuyos nombres vamos a leer, mi
más absoluto desprecio e ignorancia, ni me importa lo que hagan ni
lo que dejen de hacer.
|