Arte Sacro
  • Noticias de Sevilla en Tiempo de Pascua
  • domingo, 28 de abril de 2024
  • faltan 350 días para el Domingo de Ramos

El nazareno de los Servitas


José Fernando Gabardón de la Banda. Se le veía feliz. Había llegado el día que tanto soñaba a lo largo del año. Había llegado el día que sueña todo sevillano. Había contado los días en su mundo de ensueños, en su mundo distinto que Dios le había regalado alejado de males e infelicidades. Había llegado el día de esa espera que no lo marca el reloj, ni las horas que se materializan en medidas matemáticas, ni en la precisión de segunderos, ni en los pasos de las horas que ya están definido desde su inicio. Había llegado el final del tiempo, de esa espera guardado en su corazón, en su propia intimidad, regocijado en su destino, sin señalarle nadie el camino. Había llegado el tiempo en que se iba a reencontrar como todos los años con su túnica, su peculiar vestimenta, la que siempre le acompaña, expuesta a su mirada, como un pequeño tesoro que guarda con cariño. Había llegado el día en que todos los contrastes, todas sus desdichas, todos los obstáculos que tuvo que salvar, se desvanecía en ese instante, rendido a la felicidad.

Había llegado el día de un largo caminar, de un interior de nostalgias, de recuerdos imprecisos, de doblegarse ante la vida sin conocer su horizonte. Había llegado el día en que se volvió a colocar su medalla en su pecho, aquella que le regalaron en un día de su santo, y que siempre la guarda sin que nadie sepa encontrarla. Había llegado el día en que su mirada se vuelva a buscar a aquella mujer que la cuido desde niño, y ya hoy no la encuentra, en un instante no se acuerda que se fue ya varios años, pero el recuerdo retorna en el mundo de sus sueños, donde no existe ni pretérito ni presente, solo emociones que carecen de medidas del tiempo. Quedo ya atrás el día en que su madre orgullosa le preparaba su túnica, el capirote, la medalla, los cordones de sus zapatos bien puesto, el ritual del amor de aquella que siempre cuido minuto a minuto durante toda su vida. Quedó ya atrás el día en que aquella madre orgullosa lo veía con su perfil ennoblecido de un galán nazareno, sin ser artista ni torero, era su propio hijo, aquel que un día engendró sin saber que iba a ser el amigo fiel que nunca te deja en tu vida. Quedó atrás aquel día en qué desde su balcón, se enternece al ver partir a sus hijos, que acompañado de sus hermanos emprenden ya el camino, esperando que algún día no lo dejen solo en el itinerario de su vida. Quedó atrás aquel día que muchacho con medalla y su túnica se despedía de su madre, después de llevarse día contando el tiempo que falta para vivir este instante. Quedó atrás aquel día que ya desde niño su madre le acompañó sin saber que un día lo haría solo, cuando la vida irrumpió sin regocijos, sin encontrar ningún estímulo. Quedó atrás aquel día. Aquella madre se fue. 

Se le veía feliz. Iba al reencuentro del día en que volvía a su tramo, el primero del primer paso, portando su vara, su apoyo, su verdadero cirineo, que mostraba con orgullo a todo aquel se acercaba. Iba al reencuentro del día en que, envuelto en alegrías, saludaba a sus hermanos de su señera cofradía. Se le veía feliz. Miraba a su paso, aquel misterio que tallara Montes de Oca en el siglo XVIII para una Orden Tercera Servita, una excepcional talla, que no era de madera, tal era su belleza. Miraba a la Virgen, miraba al Cristo postrado en sus faldones, veía al cortejo, veía a sus hermanos, a quien iba a acompañar en su camino. Se le veía feliz. Miraba al horizonte, desde la esquina de la iglesia, sus puertas ya se abrían, las luces de un día espléndido inundaban su interior, un año más en camino. Miraba hacia la calle, las gentes ya esperaban, su capirote ya puesto, su vara entre sus manos, su tramo organizado. Miraba hacia el camino, en la soledad del capirote, la cruz de guía adelante, delante dos faroles con libreas, la gente le abren paso, comenzaba a transcurrir como todos los años esos instantes de gozos que todos los años repetía. Y el día volvió a pasar, y volvió a transcurrir ese ritual de emociones que todos los años regía en el curso de su vida. Y el día volvió a pasar, y a pesar del cansancio, no hubiera dudado en volver al inicio del relato. Y el día volvió a pasar, y volvió a contar el tiempo que volviera aquel día grabado a medida en sus propios sentimientos. Y el día volvió a pasar, y volvió a guardar su medalla, su túnica y capirote en ese armario, que aunque viejo era su propio buzón de recuerdos. Y el día volvió a pasar, y las tardes se hacen días, y los días, meses y años, aunque diluidas las medidas, todo el año acontece el día de su salida. Y el día volvió a pasar, y ya satisfecho cuenta su peculiar hazaña de aquella tarde eterna que lo llena de recuerdos, condensado en un instante sin medida que dé el tiempo. Y el día volvió a pasar, una arrugada estampa conserva de aquellas imágenes que acompaña de año en año sin pauta, aunque fiel a su cariño, es la vida que señala. Y el día volvió a pasar, y el tiempo ya ha transcurrido. Su madre lo ve desde el cielo, que se cumple la promesa, de cuando ella no estuviera, lo vistieran de nazareno. Se le veía feliz. Ha llegado el día, es Sábado Santo, y como todos los años, vestido de nazareno, acompañara a sus imágenes desde San Marcos hacia el cielo. Se le ve feliz. El tiempo no existe, no lo marca el calendario, lo marca su sentimiento, todos los días sale la cofradía de sus ensueños.  

A mi hermano Joaquín, que ha salido todos los Sábados Santo de los últimos veinte años, su día especial.

A su amiga Paqui, que le protege en el destino de su vida. 


José Fernando Gabardon de la Banda. Profesor de la Fundación CEU San Pablo Andalucía. Doctor en Historia del Arte. 

Fotos: Roman Calvo Jambrina










Utilizamos cookies para realizar medición de la navegación de los usuarios. Si continuas navegando, consideramos que aceptas su uso.