Arte Sacro
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Elogio al capillita. Miguel Andréu Fernández


 Desde muy temprano la cosa no había empezado bien. Nada más salir del garaje, un camión de reparto te obstaculizaba la calle. Ibas como cada mañana, con el tiempo medianamente justo para llegar al trabajo, porque en estos días llegas tarde por la noche a casa y duermes poco. La Hermandad, entre otras muchas cosas, te quita horas de sueño.

Por fin te libraste de aquel camión que te hizo perder unos minutos preciosos. Seguro que aquello te iba a costar el cigarrillo que fumas antes de comenzar con el día a día de tu trabajo. Y sí, te costó, porque otro atasco inesperado te entretuvo más de la cuenta.

Para colmo, el día no había sido el mejor. Por supuesto que la culpa era de tu jefe de administración, que no se sensibilizaba contigo en esta época. Es catalán. Y porque exigía más de lo que debía. Junto a eso, varios proveedores te habían dado la lata más de la cuenta y el ordenador te había hecho cosas raras al querer sacar albaranes y facturas. La conexión a internet tampoco estuvo muy fina durante el día y el teléfono no te dejó tranquilo ni un solo instante. Pero tú, a falta de lo que queda para la Semana Santa, no te ibas a complicar mucho. Despachar el día de trabajo lo mejor posible, buscando la hora de la salida cuanto antes.

Hoy no irías a la Hermandad. Estabas cansado. Necesitabas coger algo más de fuerza. Y además, tenías que pasar por El Corte Inglés a comprar un par de cosas. Así lo ibas a hacer.

Una vez que aparcaste el coche en el parking de La Gavidia y el aire de la tarde te dio en el rostro, se llevó por delante todo aquel penoso día de trabajo, del que ya casi ni te acordabas. Ni aún del camionero de esta mañana que te hizo llegar tarde. La brisa y la luz de las 7 de la tarde de tu ciudad, del centro de tu ciudad, te lo curaba todo.

La compra en elcorteinglés fue rápida, a tiro hecho. Y cuando te disponías a bajar la escalera del parking para marcharte a tu casa, pensaste lo cerca que estabas de San Lorenzo...

“¿y si pego un salto?”

Dicho y hecho: en dos zancadas (¿zancadas?) estabas desgranando un padrenuestro al Señor. Y al abandonar el templo no renunciaste a entrar en San Lorenzo, donde los pasos del Dulce Nombre y de la Soledad ya estaban mucho más que a medias.

“¿Estará abierto Vera-Cruz? Total, son solo unos metros...”

Volvías hacia La Gavidia por Cardenal Spínola y te justificabas con aquel “solo son unos metros” para desviarte en Baños. Y llegaste a Vera-Cruz y la suerte te sonrió. Sí, abierto y pasos a medio montar, con los priostes en el tajo. “Pues ya que estoy aquí, no pasar por San Vicente es de tontos”. Allá que te fuiste: misa que terminaba y cinco pasos, nada más y nada menos, que se sumaban a la lista de lo que llevabas en solo 30 minutos... “Bueno, ya está bien... Vamos para casa, son casi las ocho... Pero claro, la Anunciación también está ahí, a un salto...”

Allá que fuiste. Y no fue en vano. Los priostes trabajaban en la candelería del palio y al fondo de la Iglesia, los dos misterios aguardaban ya a los titulares. Saliste de la Anunciación y de aquel día tan malo nada recordabas. Pero había que volver a casa. Estabas cansado y los tuyos te esperaban para cenar. Aunque aún te daba tiempo para dar un rodeo, camino de La Gavidia, por Orfila y San Andrés. Pleno al quince en las dos: abiertas y pasos casi listos.

En el coche, una vez abandonado el aparcamiento, comenzó a sonar el CD de Nuestra Señora de la Victoria. Era tu forma de acabar el día, aunque lo que no esperabas era parar en un semáforo y que el coche de tu izquierda te descubriera, en el asiento del copiloto, un par de capirotes. Miraste al conductor con complicidad, mirada que igual te fue devuelta. Ambos jugabais en el mismo bando.

Y si esta mañana era un camión de reparto el que no te permitía salir del garaje, ahora era la parihuela de la cofradía de tu barrio, que iba camino de la Iglesia. Ni tan siguiera accionaste el claxon de tu coche: esperaste cómodamente dentro del mismo, a ralentí, fumándote un cigarro y le hiciste un gesto al capataz de que prisas allí no había.

Al cabo de quince minutos, cruzabas la puerta de tu hogar y tu mujer te salió al paso como cada noche.

- Hola, ¿qué tal tu día?, te preguntó mientras te daba un beso.

Y la respuesta se te vino a la boca, sin pensarla...

- ¿Mi día? ¡¡Soberbio!!

Foto: Francisco Santiago 










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