Arte Sacro
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El Rostro de Dios


 Irene Gallardo. Hay algo en el ámbito nocturno que rodea las calles, que hace presentir el día grande de Dios, ese día en que recordamos su despedida con los que le acompañaron durante años, con las mujeres y hombres que siguieron su doctrina y que unas horas después de convivir, juntos, en el cenáculo, ¡ay, pena amarga de desengaños y soledades!, le venderán, le traicionarán y lo que es peor, le negarán.

Pero eso ocurrirá otra vez después de más de 2000 años, mañana Jueves, hoy, ahora, esta noche, está Cristo muriendo por la Alfalfa. Entre las tinieblas que da la luz vestida del mismo tinte, entre el color de la pena que visten sus hermanos, entre los recuerdos de otrora dibujados sinuosos, en las transparencias coquetas de cristales que juegan a ser memoria de la ciudad, en una calle estrecha y larga llamada de la Alcaicería.

La silueta de Dios, clavado sobre estipe y patíbulo, con tres clavos de forja fría y negra, se desdibuja en las calles de la ciudad, mientras en un rincón íntimo y austero, Doña María se postra de hinojos orando al Padre, suplicando que pase el amargo cáliz de las injusticias.

El rostro de Dios, hundido sobre el pecho, magullado, lacerado, inerte.

El rostro de Dios, al que se mira y admira cada anochecida trémula del Miércoles, cuando el regreso al Templo es mandato, no deseo, pues la ciudad quiere buscar su memoria entre las carnes llagadas de Cristo, entre los quebrantos de la Madre de Dios y de la Palma.

El rostro de Dios, intacto pese a los siglos, pese a los años, pese a la vida.

El mismo rostro de Dios que la ciudad coronara en la Magna Hispalensis, de cedro y devociones.

El mismo rostro de Dios, que aquel costalero antiguo gustaba de contemplar con inusitado embeleso cada Miércoles Santo, siendo aún joven de edad, con las ilusiones caladas en el costal y la devoción ceñida en la faja.

Ese rostro del que aún guarda clara la memoria y cuya perspectiva descubría casi una hora antes de salir bajo sus andas, en una sintonía perfecta entre el Dios hecho hombre Crucificado y la mirada atónita del costalero mozo aún, bajo las trabajaderas de su paso, buscando el encuadre perfecto del hueco del cajillo, por donde Cristo clavaba sus moribundas pupilas en los ojos de Alberto Gallardo.

No falló ningún Miércoles Santo, Señor a Tu cita, mientras su cuadrilla, la que comandaba ese “pequeño gran hombre” llamado Alfonso Borrero Pavón, maestro de capataces, tuviese el privilegio de llevar tu estampa por las calles de Sevilla.   

Hoy, Señor de antiguas devociones de la ciudad, Santo Cristo de Burgos y de Sevilla, permite dejar el lirio de mi pluma en recuerdo a un costalero antiguo, que la vida tuvo a bien hacerle el honor de nombrarle capataz de Sevilla y que pese a los años transcurridos, sigue atesorando tu mirada, como aquel primer Miércoles Santo en que descubrió el rostro de Dios, entre claveles de sangre y el hueco íntimo del cajillo y la Cruz.

Quede para la memoria de cuantos leyeran estas líneas, la devoción de aquellos costaleros que el tiempo olvidó y cuyos recuerdos perduran en los sentimientos de aquellos que lo vivieron y aún se encuentran entre nosotros.


Irene Gallardo Flores
(En recuerdo de los años que mi padre,
Alberto Gallardo, llevó sobre sus hombros al
 Stmo. Cristo de Burgos, para la devoción de Sevilla)

Foto: Fco Javier Montiel

 










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