Montañés y la sopa de los pobres. P. Juan Dobado Fernández
A veces, cuando tenemos los datos ciertos de lo que sucedió en un momento del pasado, nos resultan no menos que llamativas las noticias que llegan transmitidas por los mayores de boca en boca. Tienen un encanto que sobrepasa lo histórico. Así sucede en el caso que les vamos a mostrar.
Justo a la espalda de la iglesia del Santo Ángel, dicen, había un pequeño y oscuro callejón, aunque estaba en una zona concurrida, era lo suficientemente discreto. Una ciudad como Sevilla, opulenta y rica en aquellos años del seiscientos, no era suficiente para abastecer a todos. Los pilluelos, mendigos, lazarillos y otros muchos necesitaban de la caridad solícita de los que seguían los mandatos del pobre Nazareno. En otras ocasiones sucedía que los antes adinerados venían a menos y les daba vergüenza mendigar. Y ahí estaba el callejón para ocultar los rostros.
Cuando se establecieron en ese lugar, los descalzos eran también pobres de solemnidad, en palabras de su madre Teresa de Jesús. Al poco de empezar las obras quedó una callejuela, detrás, sin salida, sin mucha luz en la ciudad de las luces… y las sombras. Se acercaban al atardecer, cuando oscurecía, o al mediodía, cuando todos se sientan a la mesa, y el resto se reparten las migajas que caen de lo alto. Se abre la puerta, y entra la luz en el callejón, por allí salen algunos religiosos para compartir un buen puchero de sopa. Se ha podido hacer más, ¡menos mal que hay para todos! -susurra uno de los religiosos-, aunque parece que no se llega para acabar el día, la caridad extiende sus alas y siempre hay para la mesa y para el callejón. Allí se acercan los bienaventurados para recibir su ración, y a los que la buenaventura nos les acompañó y perdieron sus caudales, también tienen su plato. Todos son mendicantes, los que llevan el hábito y los que visten harapos.
Muy cerca tenía su taller, en la collación de La Magdalena , el afamado alcalaíno Martínez Montañés. Desde allí frecuenta la parroquia y la cercana iglesia de los descalzos del Carmen. Dentro del Santo Ángel se detenía en los dos retablos cuya imaginería había tallado hace algunos años para Francisca de León y otro para el sombrero Miguel Jerónimo. Una tarde, cuando Montañés iba de regreso a su casa, atisbó a lo lejos cómo se acercaban al callejón detrás de la iglesia, un grupo de mendigos que espera, tal vez oyó las voces de algunos chiquillos, felices porque les llega su turno. El maestro de la gubia observa, calla y sigue adelante. Al otro día, cambia su habitual itinerario y pasa de nuevo por aquella calleja. Mira cómo la sopa de los frailes es para todos.
Algunas limosnas y la caridad de todos llevan a la comunidad de carmelitas descalzos a encargar un Crucificado. ¡Si lo hacemos hay que encargárselo a Montañés!, exclamó uno de los frailes. Uno de los días que el imaginero pasa por delante del compás de la iglesia, lo llaman y le hacen pasar a la sacristía. Quieren hablar con él sobre ese Cristo que tanto les ilusiona. Todos hablan de cómo empezar el contrato, cómo ajustarse para pagar y otros menesteres. El maestro se marcha y comienza su tarea.
Desde ahora se intensifican sus vueltas por el callejón. ¡Hermanos, queden con Dios!, les saluda el maestro. El olor de la caridad de la sopa le ha impregnado el corazón. La gubia se acompasa con la caridad. Talla y contempla, ora, ¡qué dulce el rostro del que parece se ha dormido sobre la cruz! Van pasando los días.
Hasta que un día tocan la campana de la entrada al convento. Es Montañés que trae el Crucificado, lo portan delicadamente oficiales y aprendices de su taller. Hay expectación en la comunidad y en algunos curiosos que se han acercado. Cuando se descubre la obra, se impone el silencio, la emoción y, por encima de todo, la oración. En él vieron los frailes al pastorcico del que escribió San Juan de la Cruz , que sobre un árbol abrió sus brazos bellos.
El maestro no quiso que los religiosos le pagasen por el Cristo, les dijo que lo siguieran haciendo con la sopa de los pobres, que sería la mejor manera de que el Señor se lo premiara a él. Y resulta curioso porque la imagen se puso bajo la advocación de los Desamparados, ¿no serían los que Montañés veía cada día en aquel callejón atendidos por los frailes? Y así, cuando los religiosos viesen al Crucificado no se les olvidase que tenían que seguir atendiéndolo en los pobres que llamaban a su puerta, a la del callejón.
¿Saben dónde ha quedado aquel callejón sin salida, oscuro? Coincide con la actual capilla del Sagrario donde está definitivamente presidiendo el Cristo de los Desamparados. El lugar de la caridad es donde reside el Amor de los amores: Jesús sacramentado. Desde el sagrario la mirada se eleva hasta el Crucificado por amor.
No sabemos si es historia o devoción, pero ¿no son demasiadas casualidades? El Amor no pasa nunca.
Cuando el pasado viernes el Crucificado salió en Vía crucis lo hizo por la plaza de La Magdalena , lugar donde descansan los restos de Montañés. De nuevo el encuentro, pero ahora él ya sabe cómo es verdadero rostro del Cordero inocente. A nosotros nos lo dejó magistralmente plasmado. Y al pasar nos sigue llamando a la caridad, “como yo os he amado”.
P. Juan Dobado Fernández
Convento del Santo Ángel
Fotos: Francisco Santiago