El cura que hizo llorar a los cofrades de emoción. Diario de Sevilla.
Tanto le temía el cura Ignacio a escribir un sermón en lugar de una homilía que le salió un pregón al más puro estilo capillita, un texto con todos los ingredientes habituales: las vivencias personales, la familia, el recuerdo emocionado a algunos cofrades fallecidos, el canto a la ciudad como tal y hasta algún mensaje de actualidad. ¿Dónde están entonces las claves que hacen diferente el pregón de este presbítero que se presentó en dos ocasiones como un cura de pueblo? Muy probablemente en la fuerza y en la alegría que supo transmitir en muchos momentos de su alocución, pues fue el pregón de un hombre joven y no el de uno de esos viejos prematuros tan habituales en este gremio. Quizás haya habido también una marca especial en la defensa de los sacerdotes que han trabajado y trabajan más por las hermandades, pues le obsesionaba en las vísperas dejar claro que las cofradías no funcionan como una Iglesia paralela. Puede que también tengan relevancia los versos escogidos para honrar al Gran Poder y a la Macarena, premiados con ovaciones fortísimas (Muchos especularon sobre quién pudo haber asesorado tan atinadamente al pregonero en ambos pasajes). Y, sobre todo, el pregón hizo llorar al público del teatro en más de una y de dos ocasiones. Si se tiene por cierto que el pregón bueno es el que hace llorar, el que cala en el alma del oyente y el que emociona con verdad (y no con sensiblerías), se concluye que fue un éxito.
De lo que no hay duda es de que el pregonero estuvo muy sereno. Nunca le afloraron los nervios. Al menos no se le notaron. Ni en el comienzo. Ni al final, cuando cogió una rosa y se la lanzó a su madre. Anduvo muy por encima de la situación. Con muchas tablas.
Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp arrancó con un recuerdo a Juan Pablo II, a quien debe su vocación como sacerdote, surgida en 1993, tal como ha contado en mil y una ocasiones durante esta cuaresma en ese ejercicio de desnudarse que tanto le gusta a los elegidos para el atril. En este comienzo del Pregón, curiosamente, apareció la primera mención a una hermandad, la del Resucitado, la de la polémica de la presente cuaresma. Cumplido el reconocimiento público al Papa que vino del Este y que subió por las rampas de la Giralda ("subido, cual nazareno blanco de la Amargura"), el pregonero se reivindicó rápidamente como cofrade que controla su entorno: "Vengo como un peregrino, que conoce la ciudad en sus esquinas, callejones, plazas y enredaderas, acompañado de los hermanos a los que en el ministerio sacerdotal sirvo todos los días". Acto seguido, el joven sacerdote sacó su carácter espontáneo y le pidió la bendición al cardenal Amigo. Abandonó el atril y se fue a buscar al prelado para fundirse en un abrazo. Un gesto que rompió el hierático protocolo del Pregón, un acto con una iconografía que sigue oliendo demasiado a armario cerrado.
Tocaba cantarle a la ciudad, para lo cual se basó en los títulos más habituales de las hermandades que fue desarrollando uno a uno: "real, antigua y pontificia". Y también "isidoriana, alegre, orgullosa y torera". En este último título imaginario, aprovechó para cantarle poéticamente a la Piedad del Baratillo, una Virgen últimamente muy exaltada en los pregones del Maestranza: "Una hebrea sevillana por el Baratillo viene. Y su vástago sostiene tan divina como humana. Piedad ya suena a campana de tañido celestial. Lo distinto se hace igual mientras te sueña Sevilla con el arco por capilla del barrio del Arenal".
El pregonero incluyó en la primera parte de su intervención el habitual mensaje de actualidad, que en esta ocasión no fue social, sino dirigido muy directamente a los protagonistas de la vida interna de las cofradías: "Quisiera pregonar la Semana Santa de todos [...] También son hermanos nuestros porque así los admitimos, todos aquellos que integrando la nómina de su hermandad, se comportan con el distanciamiento de algunos socios de entidades recreativas o culturales, que satisfacen su ego y su cuota mensual sin otra participación que la de formar un día al año en su cuerpo institucional".
Tuvo también oportunidad de aludir a futuras coronaciones canónicas a pesar de que su elevado número es discutido por muchísimos cofrades y por quienes no lo son: "La ciudad que corona y seguirá coronando sus múltiples advocaciones marianas [...]"
Tal como anunció en los días previos, el cura Ignacio demandó de los cofrades un mayor compromiso en el culto al Santísimo Sacramento: "Si Felipe II afirmaba que Allá donde haya un Sagrario habrá un español para defenderlo, no estaría de más que hoy, cual solemne protestación de fe y renovando nuestras almas de Eucaristía, proclamara con nosotros Allá donde haya un Sagrario, habrá un cofrade sevillano para defenderlo".
Uno de los tramos fuertes del pregón fue la defensa de la figura del sacerdote. El cura Ignacio, ordenado en 1999, no ha ocultado que ha defendido en numerosas ocasiones a las cofradías de opiniones contrarias de algunos de sus compañeros: "Hermandades, semilleros de vocaciones, ¿por qué no? [...] Nos lo demuestra todo el año don José Álvarez Allende en San Bernardo, como en el ayer lo demostraba en la Redención don Eugenio Hernández Bastos. Como luchaba en San Benito don José Salgado, en la O don Pedro Ramos y don Antonio Domínguez Valverde en la collación de San Pablo o el recordado don Antonio González Abato absolviendo a nazarenos bajo la frondosidad del parque. Ellos han hecho historia y la harán también otros muchos sacerdotes que continúan sirviendo y trabajando mano a mano con sus hermandades".
Y, cómo no, el pregonero se acordó especialmente del cura Leonardo Castillo, fallecido el pasado Viernes Santo: "Con el paso racheado va avanzado una cuadrilla. Son los pobres de Sevilla con llamador enlutado. Un clavel se ha marchitado, ¡ay capataz sin martillo! En el paso sólo el brillo que desprenden cuatro hachones; Sevilla lleva crespones, por ti: Leonardo Castillo".
El pregonero, pese a los críticos que se niegan a reconocer a las cofradías fuera de calendario, dejó una aseveración para el debate: "La Semana Santa son nueve días en los que la ciudad acepta perder el primer plano sin rechistar".
El cura Ignacio ligó la referencia a la Hermandad del Silencio con la histórica defensa del Dogma Concepcionista. Y, de nuevo, se reivindicó como una nazareno más entre las filas: "Siempre la siento cerca, como ahora desde este ambón, su mano aniñada toca mi espalda como el que es tu pareja de cirio en el tramo y que tal vez sin conocerte, te dice: Hermano, buena estación de penitencia". Recordó al primer gitano beatificado, Ceferino Jiménez Maya, El Pele, después de lo cual le cantó a la Virgen de las Angustias con una referencia al Palacio de las Dueñas (la Duquesa estaba en el Pregón). Unió en un mismo poema sus devociones a la Estrella y a la Esperanza de Triana. Recordó a Santa Ángela de la Cruz y a la Dolorosa de San Juan de la Palma. Los versos al Cristo del Amor y al de la Buena Muerte fueron más hábiles, mucho menos hondos que los del Gran Poder.
Homenajeó a Vicente y a Luis Rodríguez Caso. Y llegó el éxtasis con los versos a la Esperanza Macarena, íntimamente ligados a su condición de niño seise y, una vez más, de cura de pueblo. No finalizó con el tradicional He dicho, sino con el nombre de la Virgen: Macarena. Sin más. Cerró las pastas. Recogió los aplausos. El pregonero que hizo llorar, acabó llorando. ¿No está para eso el Pregón?.